Quien se cree a salvo del pecado, está más cerca de caer
Parece un hablar “cantinflesco”, pero es una realidad cada día más presente: dar respuestas ambiguas y proponer compromisos, sin intención de cumplirlos. Decir que “sí” y después decir que siempre “no”.
La fe en Dios no es un dubitativo “yo creo”, en el sentido mexicano de “no estoy seguro”, sino una firme y radical profesión de fe en un padre que nos ama y que nos compromete a vivir como hermanos. Ya San Pablo les reclama a los cristianos de Filipos su manera contradictoria de vivir, porque dicen profesar una fe y después actúan con rivalidades, presunciones y envidias que destruyen la comunidad. El ejemplo más elocuente es el mismo Jesús y les pide que tengan sus mismos sentimientos. Él no fue primero “sí” y después “no”. Asumió las consecuencias de un amor radical que lo lleva a despojarse de su condición divina, tomar la condición de siervo y hacerse semejante a nosotros al grado de morir en la cruz. Son consecuencias de una palabra dada, de una palabra que se hace carne por amor, de una palabra que se hace servicio y que, por lo mismo, con su Resurrección, da nueva vida.
Los mexicanos nos caracterizamos por tener un facilísimo “sí”, que después no implica ningún compromiso. Gritamos y alabamos a la Virgen de Guadalupe, hacemos peregrinaciones y entonamos vivas a Cristo Rey, pero después pisoteamos los valores del reino, nos mostramos intransigentes con el prójimo, rechazamos el perdón y no dudamos en herir, en humillar y en despreciar. Somos indiferentes a los valores del Evangelio e incluso nos vemos inducidos a comportamientos contrarios a la visión cristiana. Aun confesándonos católicos, vivimos de hecho alejados de la fe, abandonando las prácticas religiosas, mintiendo y cometiendo injusticias. Hay bastantes cristianos que terminan por instalarse cómodamente en una fe aparente, sin que su vida se vea afectada en lo más mínimo por su relación con Dios.
Que nuestro amor sea un amén sostenido
Nuestra respuesta al amor de Dios nos debe llevar a un “sí”, sostenido y constante, que nos permita soñar metas que siempre habíamos creído inalcanzables y construir una nueva sociedad. La fe es para vivirla y debe informar las grandes y pequeñas decisiones y se manifiesta en la manera de enfrentarse con los deberes de cada día. No basta con asentir a las grandes verdades del Credo, tener una buena formación y algunos sacramentos. Es necesario vivir nuestra palabra, practicarla, ejercerla, debe generar una “vida de fe” que sea, a la vez, fruto y manifestación de lo que se cree. Dios nos pide servirle con la vida, con las obras, con todas las fuerzas del cuerpo, traducirlo en una nueva visión que consiste en mirar las cosas, incluso las más corrientes, lo que parece intrascendente, en relación con el plan de Dios sobre cada criatura. La vida cristiana no es un revestimiento externo, sino debe brotar del interior y manifestarse en el ejercicio de la esperanza y de la caridad.
Nuestro “sí” y nuestra fidelidad no están reñidos con una clara conciencia de nuestra fragilidad. Estamos expuestos al error y a la caída. Por eso Ezequiel invita a estar en actitud de constante conversión pues “cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y practica la rectitud y la justicia, él mismo salva su vida”. Quien se cree a salvo de pecado está más cerca de caer. La parábola de Jesús tiene también este fuerte reclamo para los que se creen justos y desprecian a los demás.
Parecería un insulto afirmar que las prostitutas y los publicanos se adelantaran en el reino de Dios. Pero cuando el orgullo y la presunción se adueñan del corazón, nos alejan de Dios y nos convierten en jueces de los hombres. Así esta parábola nos deja una seria reflexión: ¿Cómo es nuestro “sí” y nuestro compromiso con Jesús? ¿Cómo nos hemos dejado invadir e influenciar por un mundo de mentira y corrupción? ¿Vivimos en actitud de conversión o nos convertimos en jueces de los hermanos? ¿Quiénes nos preceden ahora en el reino de Dios?
Obispo de la Diócesis de Irapuato
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