Con mucha frecuencia, el Evangelio nos presenta a Jesús rodeado de multitudes, aclamado y reconocido. Las “multitudes”, compuestas en su mayoría por personas sencillas, ignorantes, pobres y necesitadas perciben esa fuerza y esa sabiduría que brotan de los labios de Jesús y lo reconocen como presencia del Reino de Dios. Pero no todo es miel, su palabra también es contradicción, su palabra cuestiona, su palabra descubre y desnuda las ambiciones de los corazones: entonces es rechazada y provoca persecución. Cuando Jesús hace el milagro y se manifiesta poderoso, es fácil aceptarlo; cuando sus palabras cuestionan y desestabilizan, cuando van en contra de posiciones y privilegios, cuando desenmascaran y exigen verdad, entonces son rechazadas.
En Nazaret conocen todo de Jesús: su particular historia familiar, su apariencia corporal, sus cabellos, sus ojos, su modo de caminar, sus costumbres y aficiones, muchos de sus episodios infantiles. Nada habían descubierto de particular en este joven que ahora se presenta en la sinagoga y que todos le reconocen autoridad y sabiduría. ¿Cómo aceptarlo si siempre lo habían visto como uno más de la pequeña población? ¿Cómo reconocer un profeta en quien está catalogado como un simple artesano, perteneciente a una familia como todas? ¿Cómo es posible reconocer a Dios en un individuo tan familiar, tan vecino, tan ordinario? Un Dios tan cercano, tan próximo y tan a la mano, es difícil de reconocer. Tan encarnado, tan “humano” se ha vuelto el Mesías, que la carne lo oculta y dificulta aceptarlo. Solamente la fe puede ayudar a descubrirlo, pero eso es precisamente lo que falta en Nazaret y así Jesús permanece bloqueado en su actividad milagrosa a favor de los necesitados.
Indudablemente que a Jesús le duelen estas desconfianzas y el recibimiento hostil y agresivo de los suyos. Se nota en su reproche adolorido al citar el proverbio respecto a la aceptación del profeta. Le duele la incredulidad de los más cercanos, sin embargo, no se llena de amargura, sino que rompe aquel estrecho círculo y lanza su mensaje mucho más allá: “Luego se fue a enseñar en los pueblos vecinos”. La palabra con frecuencia es rechazada cuando no se acomoda a los caprichos y costumbres de ciertos esquemas. Da temor cuando abre nuevas perspectivas y parece insolente anunciar una nueva forma de vivir y ser. Pero el profeta no busca la aceptación y el aplauso de un público al que tiene que agradarle. Él es fiel a una inspiración originaria, busca abrir caminos nuevos donde el Reino de Dios pueda instaurarse, donde la voluntad del Padre sea la norma, donde el amor y el servicio suplan todos los mandatos, donde lo más importante sea el hombre y no las apariencias.
Cuando escucho que el Evangelio ha quedado en el pasado y se le mira como algo anquilosado, me vienen a la mente muchas conjeturas. Puede ser que sea rechazado porque nos está cuestionando en profundidad y no somos capaces de una verdadera conversión: quisiéramos un evangelio que solamente nos consuele y nos apapache, pero no un evangelio que nos exija cambio, coherencia y fidelidad. Pero también considero si el rechazo que sufre el Evangelio no brota de la incoherencia y falta de honestidad de quienes deberíamos predicarlo. Cuando nuestra proclamación se hace con reglones demasiado torcidos para ser leídos, cuando no va respaldada por una vida y una opción radical, sino que se diluye en palabras que no van sostenidas por las acciones, entonces el evangelio no es creíble.
Hay una tercera posibilidad: a veces queremos una predicación que vaya adornada y sostenida por milagros y fuegos artificiales, por ruido y aspavientos; en cambio, Cristo se presentó encarnado, humilde, con un trabajo sencillo, como parte de una familia sencilla… y desde ahí, desde su pobreza y apariencia ordinaria, predica, acompaña, sostiene, en silencio, en la oscuridad.
Muchas más preguntas me deja la Palabra de Dios en este domingo, como discípulo y seguidor de Jesús: ¿Cómo es mi fidelidad al Evangelio, cómo mi fidelidad al estilo de Jesús y cómo mi fe y perseverancia para seguirlo predicando?
Obispo de la Diócesis de Irapuato
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