/ sábado 13 de febrero de 2021

Si quieres ser buen gobernante

Una de las más grandes incógnitas que el hombre se ha planteado desde la antigüedad, ha sido la de poder entender quién se es, quiénes somos. Pensemos tan sólo en aquella sentencia griega milenaria que, de acuerdo con Pausanias, estaba inscrita en el pronaos del templo de Apolo en la ciudad de Delfos: gnóthi seautón: “conócete a ti mismo”, que el mundo latino retomó como nosce te ipsum.

Inquietud cifrada en la autointuición que agobió al propio Kant al final de su vida —tal y como se desprende en la paradoja del sentido común—, la “más extraña y sorprendente” a juicio del propio filósofo, expuesta en su Crítica de la razón pura, cuando declara: “toda la dificultad consiste sólo en cómo puede un sujeto intuirse a sí mismo interiormente”, porque la paradoja es que ésta se intuye a sí por como es afectada por dentro, por como se aparece a sí y no como es verdaderamente. Esto es, la mente de todo sujeto afecta a su mundo interior, pero si de éste somos una apariencia, luego entonces, somos un sujeto-objeto del que sólo llegamos a conocer al objeto, no al sujeto. Cuestión que, siglos después, en la visión de Benedetto Croce quedará plasmada en lo que éste denominará la relación de “doble grado” de la conciencia: por un lado, a partir de la intuición; por el otro, del razonamiento, por lo que vivimos en nosotros y, a pesar de ello, conocemos muy pocas cosas de nosotros mismos.

Planteamientos, todos ellos, que habrían de inspirar a Luigi Pirandello, uno de los más grandes intelectuales del siglo XX, a escribir la que fue su última y más grande novela: Uno, ninguno y cien mil. Una obra fascinante, no sólo porque a juicio de su propio autor, debería haber sido su testamento literario y tendría que haber callado luego de verla publicada, sino porque en ella las apariencias de la vida que consideramos reales se dan cita para servir de escenario al tema de la soledad del hombre. Y es que la vida se presenta frente a los ojos de su autor como una mascarada teatral en la que todos portamos máscaras, pero hay quien al final, despojado de todas ellas, no sabe ni siquiera cuál sea su verdadera esencia. Sin embargo, para el autor: si la vida constituye un juego, debería también ser vista desde la prospectiva de una meta-existencia, en el sentido de que la vida “real” está más allá de la realidad de la vida misma.

“Cuando me ponía delante de un espejo, se producía un freno en mí; toda espontaneidad había terminado, cada gesto mío me parecía fingido o artificial. Yo no podía verme vivir… ¿Era mía la imagen que veía en un relámpago? ¿Soy así realmente, yo? Soy ese extraño al que no puedo vivir sino así, en un instante impensado. Un extraño que pueden ver y conocer sólo los demás, y yo no. Y a partir de aquel día me propuse este objetivo desesperado: ir persiguiendo a ese extraño que estaba en mí y que escapaba a mi conocimiento”, hará decir el autor a su protagonista.

Sin duda, Pirandello fue un grande, como lo fue también Michel Foucault que, en su obra Hermenéutica del sujeto, retoma y revisa la máxima antigua, a la que consideró inscrita dentro de un concepto más amplio: el de la “inquietud de sí mismo”, preocupación de sí o épiméleia heautoû, cuyo desarrollo consideró estrechamente ligado a Sócrates, por concebirlo como el individuo que incitaba a los demás a cuidarse de sí mismos. Principio básico que debería cumplir todo el que quisiera regular su vida conforme al ethos griego, esto es, de acuerdo al más primigenio concepto de cultura: el cuidado, la salvación (sauseia) permanente de uno mismo, asegurándose la propia felicidad, tranquilidad y serenidad, mediante la liberación de preocupaciones (ataraxia) y garantizando la autosuficiencia (autarquía).

Pero he aquí que Foucault agrega un elemento más, cuando dice que conocerse es conocer lo verdadero, porque quien retorna a la patria ontológica, vuelve a la esencia, a la verdad, a su ser. En cambio, el ignorante de sí mismo es aquél que se ubica en un estado de mala salud, el peor de los estados: la estulticia. Un estulto, por tanto, en la interpretación foucaultiana será todo aquél que no guarda relación alguna consigo mismo. La razón de ello: no se quiere a sí mismo, porque hay una desconexión entre la voluntad y uno mismo, una no pertenencia. ¿Qué diferencia entonces a un stultus de un sapiens? La filosofía, el saber, porque sólo quien se ocupa de sí, es capaz de ocuparse de los otros.

Y esto viene a colación porque cuando escuchamos en boca de personajes como nuestro primer mandatario que no usará cubrebocas, porque no lo necesita y ya no infecta, o de López Gatell que mezclar vacunas no importará, pulsamos el severo riesgo en el que estamos como sociedad, al volverse sentencia amarga y lapidaria la evocación socrática de Foucault cuando decía: el cuidado de sí es ético y precondición de todo buen gobernante: pues, si además de no hablar con verdad, quieres “ocuparte de los otros, pero no te ocupas de ti mismo, tú serás un mal gobernante”.

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli


Una de las más grandes incógnitas que el hombre se ha planteado desde la antigüedad, ha sido la de poder entender quién se es, quiénes somos. Pensemos tan sólo en aquella sentencia griega milenaria que, de acuerdo con Pausanias, estaba inscrita en el pronaos del templo de Apolo en la ciudad de Delfos: gnóthi seautón: “conócete a ti mismo”, que el mundo latino retomó como nosce te ipsum.

Inquietud cifrada en la autointuición que agobió al propio Kant al final de su vida —tal y como se desprende en la paradoja del sentido común—, la “más extraña y sorprendente” a juicio del propio filósofo, expuesta en su Crítica de la razón pura, cuando declara: “toda la dificultad consiste sólo en cómo puede un sujeto intuirse a sí mismo interiormente”, porque la paradoja es que ésta se intuye a sí por como es afectada por dentro, por como se aparece a sí y no como es verdaderamente. Esto es, la mente de todo sujeto afecta a su mundo interior, pero si de éste somos una apariencia, luego entonces, somos un sujeto-objeto del que sólo llegamos a conocer al objeto, no al sujeto. Cuestión que, siglos después, en la visión de Benedetto Croce quedará plasmada en lo que éste denominará la relación de “doble grado” de la conciencia: por un lado, a partir de la intuición; por el otro, del razonamiento, por lo que vivimos en nosotros y, a pesar de ello, conocemos muy pocas cosas de nosotros mismos.

Planteamientos, todos ellos, que habrían de inspirar a Luigi Pirandello, uno de los más grandes intelectuales del siglo XX, a escribir la que fue su última y más grande novela: Uno, ninguno y cien mil. Una obra fascinante, no sólo porque a juicio de su propio autor, debería haber sido su testamento literario y tendría que haber callado luego de verla publicada, sino porque en ella las apariencias de la vida que consideramos reales se dan cita para servir de escenario al tema de la soledad del hombre. Y es que la vida se presenta frente a los ojos de su autor como una mascarada teatral en la que todos portamos máscaras, pero hay quien al final, despojado de todas ellas, no sabe ni siquiera cuál sea su verdadera esencia. Sin embargo, para el autor: si la vida constituye un juego, debería también ser vista desde la prospectiva de una meta-existencia, en el sentido de que la vida “real” está más allá de la realidad de la vida misma.

“Cuando me ponía delante de un espejo, se producía un freno en mí; toda espontaneidad había terminado, cada gesto mío me parecía fingido o artificial. Yo no podía verme vivir… ¿Era mía la imagen que veía en un relámpago? ¿Soy así realmente, yo? Soy ese extraño al que no puedo vivir sino así, en un instante impensado. Un extraño que pueden ver y conocer sólo los demás, y yo no. Y a partir de aquel día me propuse este objetivo desesperado: ir persiguiendo a ese extraño que estaba en mí y que escapaba a mi conocimiento”, hará decir el autor a su protagonista.

Sin duda, Pirandello fue un grande, como lo fue también Michel Foucault que, en su obra Hermenéutica del sujeto, retoma y revisa la máxima antigua, a la que consideró inscrita dentro de un concepto más amplio: el de la “inquietud de sí mismo”, preocupación de sí o épiméleia heautoû, cuyo desarrollo consideró estrechamente ligado a Sócrates, por concebirlo como el individuo que incitaba a los demás a cuidarse de sí mismos. Principio básico que debería cumplir todo el que quisiera regular su vida conforme al ethos griego, esto es, de acuerdo al más primigenio concepto de cultura: el cuidado, la salvación (sauseia) permanente de uno mismo, asegurándose la propia felicidad, tranquilidad y serenidad, mediante la liberación de preocupaciones (ataraxia) y garantizando la autosuficiencia (autarquía).

Pero he aquí que Foucault agrega un elemento más, cuando dice que conocerse es conocer lo verdadero, porque quien retorna a la patria ontológica, vuelve a la esencia, a la verdad, a su ser. En cambio, el ignorante de sí mismo es aquél que se ubica en un estado de mala salud, el peor de los estados: la estulticia. Un estulto, por tanto, en la interpretación foucaultiana será todo aquél que no guarda relación alguna consigo mismo. La razón de ello: no se quiere a sí mismo, porque hay una desconexión entre la voluntad y uno mismo, una no pertenencia. ¿Qué diferencia entonces a un stultus de un sapiens? La filosofía, el saber, porque sólo quien se ocupa de sí, es capaz de ocuparse de los otros.

Y esto viene a colación porque cuando escuchamos en boca de personajes como nuestro primer mandatario que no usará cubrebocas, porque no lo necesita y ya no infecta, o de López Gatell que mezclar vacunas no importará, pulsamos el severo riesgo en el que estamos como sociedad, al volverse sentencia amarga y lapidaria la evocación socrática de Foucault cuando decía: el cuidado de sí es ético y precondición de todo buen gobernante: pues, si además de no hablar con verdad, quieres “ocuparte de los otros, pero no te ocupas de ti mismo, tú serás un mal gobernante”.

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli