/ sábado 11 de septiembre de 2021

Si crees en los sueños, ellos se crearán

“Creer y crear son dos palabras que se parecen y se parecen tanto porque en realidad están cerca, muy cerquita. Tan cerquita como que si crees, se crea. Cree…”, reza Albert Espinosa. Un hombre al que el cáncer le arrebató una pierna, un pulmón, un trozo de hígado, pero del que también aprendió muchas cosas: saber quién era, cómo era la gente que le rodeaba, conocer sus límites y perder el miedo a la muerte.

Sí, es el autor de “El mundo amarillo”. Un mundo que ve la vida de otra forma, gracias a sus 23 descubrimientos, entre otros, saber que las pérdidas son positivas: “hazle una fiesta de despedida a tu pierna” porque aceptar es cuestión de tiempo, perder es cuestión de principios. “No existe la palabra dolor”, como le dijo David, el “gran pelón” de 15 años, que a los 7 comenzó a enfrentar el dolor de interminables inyecciones de quimioterapia, pero que al poner en duda su existencia pudo racionalizarlo y renombrarlo conforme al sentimiento que le despertara. “Las energías que aparecen a los treinta minutos son las que solucionan el problema”. Hay que frenar los arrebatos y dejar pasar el tiempo para que el ansia repose, hacerse preguntas para descubrir que las respuestas curan y que entre más preguntas, más nos comprendemos.

“Muéstrame cómo andas y te mostraré cómo ríes”. Albert aprendió cuatro veces a caminar: al nacer, con su primera pierna ortopédica-mecánica, con una hidráulica y con una electrónica. Cada vez que tocaba de modo distinto el suelo, nacía en él una nueva forma de respirar y un nuevo sentimiento, era la alegría, el germen de la risa. ¿Cómo ser feliz? Aprendiendo a decir no, pues un no trae muchos síes. No temiendo mostrar lo que más ocultamos ni a ser aquél en el que nos hemos convertido, tampoco desanimándonos al equivocarnos. No conformándonos con el primer pensamiento: podemos modificar al cerebro. Escuchándonos enfadados y aceptando cómo es el resto de la gente. Hibernando veinte minutos, para encontrar la solución a los problemas.

Al final, el autor nos pide reflexionar y descubrir quiénes fueron o pueden ser nuestros “amarillos” de vida, el nuevo eslabón de amistad entre dos mundos -entre los amigos (amarillos pálidos) y los amores (naranja o rojo)-, en un espacio biunívoco, porque sólo se es amarillo de quien es tu amarillo y los amarillos se abrazan y acarician, hablan de todo y nada, pero siempre de algo que hace bien, porque un amarillo renueva, nutre y transforma, en un instante o toda la vida. Ideal sería así poder tener 23 amarillos, pero un amarillo no se busca, se encuentra en la casa, el trabajo, la escuela, la calle o, como en su caso, en el hospital. ¿Cómo serlo? Dejando que la esencia amarilla te inunde, siendo esa “persona especial” que marca vidas y no necesita tiempo ni mantenimiento y cuyas palabras hacen que mejoremos como personas y descubramos nuestras carencias.

La última lección del cáncer: perder el miedo a morir, lo que logró hablando de la muerte, que es natural, dignifica y da un fin. Era un tema recurrente entre “los pelones”, sus amigos del hospital. Todos sabían que podrían morir pronto y compartían sus cavilaciones. Un día descubrieron cuál muerte les dolió más, ésa era la que aún no habían superado, pero morir es un “broche de oro” porque deja un legado y debe celebrarse. Por eso “los pelones” platicaban qué les gustaría que hicieran los demás cuando alguno muriera. Albert deseaba morir un viernes porque en él suceden cosas hermosas y porque pensar en el fin conduce a pensar en el vivir. Por eso la muerte era fundamento del mundo amarillo: se presenta muchas veces en la vida y hay que verla “de tú a tú”.

¿Por qué evocar hoy al mundo amarillo albertiano? Porque el hecho de que un infante padezca una enfermedad tan atroz como el cáncer, es una de las pruebas vitales más difíciles que se pueden enfrentar y no todos son Albert que, al crear un nuevo mundo, se reinventó a sí mismo y se convirtió en inspiración para muchos sectores de su propia sociedad y de otros países, logrando con la visibilización de su testimonio cimbrar las fibras más sensibles de quienes se permitieron conocerlo, pero ante todo, para sumarme a las voces que claman porque el gobierno de México sea sensible con los niños que padecen cáncer y a los que se ha racionado su medicación. Infantes cuya situación, lejos de ser una prioridad, se ha convertido en inadmisible escenario campal de una irracional y criminal batalla político-ideológica, al grado de condenar que un padre busque a través de un amparo la mayor protección para su hijo (¡ni se diga de los que reclaman su vacunación!) ¿No acaso las propias madres parturientas piden al médico salvar a su bebé aún a costa de su propia vida?

Sí, sabemos que los niños no votan, pero son ellos la mayor riqueza de una Nación: el futuro, la razón y el sentido de ser de una sociedad. No podemos olvidarlo, mucho menos resignarnos a dejar de velar por su salud. Por ello debemos -como diría Albert- soñar, pero activamente, que el mundo es amarillo, porque al hacerlo lo estaremos creando ya.

bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

“Creer y crear son dos palabras que se parecen y se parecen tanto porque en realidad están cerca, muy cerquita. Tan cerquita como que si crees, se crea. Cree…”, reza Albert Espinosa. Un hombre al que el cáncer le arrebató una pierna, un pulmón, un trozo de hígado, pero del que también aprendió muchas cosas: saber quién era, cómo era la gente que le rodeaba, conocer sus límites y perder el miedo a la muerte.

Sí, es el autor de “El mundo amarillo”. Un mundo que ve la vida de otra forma, gracias a sus 23 descubrimientos, entre otros, saber que las pérdidas son positivas: “hazle una fiesta de despedida a tu pierna” porque aceptar es cuestión de tiempo, perder es cuestión de principios. “No existe la palabra dolor”, como le dijo David, el “gran pelón” de 15 años, que a los 7 comenzó a enfrentar el dolor de interminables inyecciones de quimioterapia, pero que al poner en duda su existencia pudo racionalizarlo y renombrarlo conforme al sentimiento que le despertara. “Las energías que aparecen a los treinta minutos son las que solucionan el problema”. Hay que frenar los arrebatos y dejar pasar el tiempo para que el ansia repose, hacerse preguntas para descubrir que las respuestas curan y que entre más preguntas, más nos comprendemos.

“Muéstrame cómo andas y te mostraré cómo ríes”. Albert aprendió cuatro veces a caminar: al nacer, con su primera pierna ortopédica-mecánica, con una hidráulica y con una electrónica. Cada vez que tocaba de modo distinto el suelo, nacía en él una nueva forma de respirar y un nuevo sentimiento, era la alegría, el germen de la risa. ¿Cómo ser feliz? Aprendiendo a decir no, pues un no trae muchos síes. No temiendo mostrar lo que más ocultamos ni a ser aquél en el que nos hemos convertido, tampoco desanimándonos al equivocarnos. No conformándonos con el primer pensamiento: podemos modificar al cerebro. Escuchándonos enfadados y aceptando cómo es el resto de la gente. Hibernando veinte minutos, para encontrar la solución a los problemas.

Al final, el autor nos pide reflexionar y descubrir quiénes fueron o pueden ser nuestros “amarillos” de vida, el nuevo eslabón de amistad entre dos mundos -entre los amigos (amarillos pálidos) y los amores (naranja o rojo)-, en un espacio biunívoco, porque sólo se es amarillo de quien es tu amarillo y los amarillos se abrazan y acarician, hablan de todo y nada, pero siempre de algo que hace bien, porque un amarillo renueva, nutre y transforma, en un instante o toda la vida. Ideal sería así poder tener 23 amarillos, pero un amarillo no se busca, se encuentra en la casa, el trabajo, la escuela, la calle o, como en su caso, en el hospital. ¿Cómo serlo? Dejando que la esencia amarilla te inunde, siendo esa “persona especial” que marca vidas y no necesita tiempo ni mantenimiento y cuyas palabras hacen que mejoremos como personas y descubramos nuestras carencias.

La última lección del cáncer: perder el miedo a morir, lo que logró hablando de la muerte, que es natural, dignifica y da un fin. Era un tema recurrente entre “los pelones”, sus amigos del hospital. Todos sabían que podrían morir pronto y compartían sus cavilaciones. Un día descubrieron cuál muerte les dolió más, ésa era la que aún no habían superado, pero morir es un “broche de oro” porque deja un legado y debe celebrarse. Por eso “los pelones” platicaban qué les gustaría que hicieran los demás cuando alguno muriera. Albert deseaba morir un viernes porque en él suceden cosas hermosas y porque pensar en el fin conduce a pensar en el vivir. Por eso la muerte era fundamento del mundo amarillo: se presenta muchas veces en la vida y hay que verla “de tú a tú”.

¿Por qué evocar hoy al mundo amarillo albertiano? Porque el hecho de que un infante padezca una enfermedad tan atroz como el cáncer, es una de las pruebas vitales más difíciles que se pueden enfrentar y no todos son Albert que, al crear un nuevo mundo, se reinventó a sí mismo y se convirtió en inspiración para muchos sectores de su propia sociedad y de otros países, logrando con la visibilización de su testimonio cimbrar las fibras más sensibles de quienes se permitieron conocerlo, pero ante todo, para sumarme a las voces que claman porque el gobierno de México sea sensible con los niños que padecen cáncer y a los que se ha racionado su medicación. Infantes cuya situación, lejos de ser una prioridad, se ha convertido en inadmisible escenario campal de una irracional y criminal batalla político-ideológica, al grado de condenar que un padre busque a través de un amparo la mayor protección para su hijo (¡ni se diga de los que reclaman su vacunación!) ¿No acaso las propias madres parturientas piden al médico salvar a su bebé aún a costa de su propia vida?

Sí, sabemos que los niños no votan, pero son ellos la mayor riqueza de una Nación: el futuro, la razón y el sentido de ser de una sociedad. No podemos olvidarlo, mucho menos resignarnos a dejar de velar por su salud. Por ello debemos -como diría Albert- soñar, pero activamente, que el mundo es amarillo, porque al hacerlo lo estaremos creando ya.

bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli