/ sábado 19 de mayo de 2018

¿REALMENTE SIRVEN LOS DEBATES?

Armando Trueba Uzeta

Todo régimen político que se precie democrático, asume que el debate político es una herramienta indispensable para conocer el talante y capacidades de quien pretenda acceder por la vía del voto a los cargos públicos. En la empresa privada, el proceso de selección para un puesto necesariamente atraviesa por la etapa de la entrevista directa, cara a cara del interesado con los reclutadores. En el ámbito público ocurre algo muy similar, los debates hacen las veces de entrevista ante quienes hemos de elegir al mejor perfil para un puesto.

A estas alturas es de suponerse que un elevado porcentaje de la población ya sabe por quién votará, o al menos tiene la certeza de por quién no lo hará, en mucho influidos por lo demostrado en los debates. Hay quienes asistimos a las confrontaciones públicas entre los candidatos, convencidos de que el nuestro es el mejor, de manera que, para abandonar esa percepción, algo verdaderamente extraordinario debe acontecer durante el careo, al grado que nos haga cambiar nuestra preferencia original y dirigir nuestra simpatía por aquel candidato que se ha mostrado contundente y demoledor frente a los demás. Quizá la última ocasión en que esto sucedió fue en el debate entre Diego Fernández de Cevallos, Ernesto Zedillo y Cuauhtémoc Cárdenas, en el que las facultades histriónicas y oratorias del primero, resultaron sumamente atractivas para quienes ni siquiera lo conocíamos. Sabemos que al final eso poco importó, pues el candidato del PAN, impresionado por su propio desempeño, prefirió retraerse y terminar por ceder un cómodo triunfo al PRI.

Hoy no resulta tan sencillo encontrar esos niveles de persuasión pública con el simple desempeño en un debate público y mucho menos cuando hay más de dos participantes involucrados en la discusión. La dialéctica no fluye fácilmente ante la necesidad de fijar reglas y tiempos preestablecidos para repartir entre todos. Los momentos culminantes en estos intercambios no se presentan cuando se discuten las aburridas tesis de la política fiscal de la nación, sino cuando se golpea al adversario en su esfera personal; cuando se busca eliminarlo a través de cuestionar su honra y desmontar su mucha o poca fama pública. Esto ha llevado a que, lo que en principio se supone debería ser un ejercicio argumentativo sobre lo que se piensa acerca de determinados temas, termine convertido en una feria de descalificaciones personales de pretendido contenido moral, sin necesidad de demostrarlas. Se ha llegado a este punto, porque parece que el ciudadano espectador entiende que de eso se tratan los debates; de una especie de ring de boxeo político donde los mejores golpes son precisamente aquellos dirigidos a lesionar la imagen personal del adversario. El pueblo quiere ver sangre y ser testigo de que alguien le diga a los odiosos políticos lo que muchos desearían poder espetarle en sus caras, pero que, por razones naturales, resulta imposible.

No obstante, en México se ha avanzado en cuanto a la manera de presentar los debates al público. Es innegable que el último celebrado entre los candidatos a la presidencia de la república ha sido un ejercicio más abierto y provocativo, aunque siguen siendo demasiados participantes. Lo idóneo sería la intervención de, cuando mucho, los ubicados en los primeros tres lugares de las encuestas.

El estilo del pasado debate presidencial ha resultado más interesante y atractivo para el público, así lo demuestran los elevados niveles de audiencia registrados; no obstante el relativo éxito obtenido en esa experiencia, parece que en Guanajuato la autoridad electoral no está interesada en recurrir a ese tipo de formatos o en generar alguno verdaderamente novedoso, atractivo e interesante para la sociedad. El reciente debate celebrado en la entidad con la participación de los candidatos a gobernador no ha resultado muy provocativo ni el formato ha permitido un verdadero intercambio de conceptos, ideas e, incluso, ataques personales. El candidato del oficialismo solo tuvo que limitarse a escuchar los embates de quienes vienen por debajo de él en el registro de las preferencias y evitar engancharse deliberadamente en esa pretendida estrategia, de manera que, ante la falta de respuesta, seguimos ignorando que piensa sobre los señalamientos que se le hicieron.

Hace tiempo que Guanajuato se ha acostumbrado a ver y sostener el régimen político que ya se ha enquistado en el poder, sin cuestionarlo ni criticarlo. La rutina significa hacer las cosas ordinariamente sin reflexionar sobre las causas y razones por las cuales las hacemos. Así como la rutina aletarga la vida matrimonial, la ciudadanía guanajuatense se encuentra adormilada en su ya larga coexistencia con el régimen panista conservador del cual se asume dependiente. El último debate ha servido como botón de muestra para sostener lo dicho: hemos visto un pobre desempeño del joven e inexperto candidato del oficialismo local, elegido por voluntad de su padrino político y sin más credenciales que una rápida carrera burocrática llevada a cabo dentro de las fronteras de la entidad. Pretendiendo apedrear el rancho, vimos a otros dos candidatos aferrados a la idea de mancillar la impoluta imagen del bisoño candidato panista. Desafortunadamente para su causa, sus provocaciones no encontraron eco y terminaron por disolverse en el acartonamiento y reglas del debate. Vamos, ni siquiera se animó el evento con la intervención del respetable académico y expresidente del Consejo General del INE, Leonardo Valdez Zurita, de quien podríamos haber esperado fuese un tanto más agudo y provocador en sus intervenciones.

Así las cosas, parece poco probable que en Guanajuato encontremos algo nuevo bajo el sol en cuanto a la disputa de la gubernatura se refiere. La ciudadanía está conforme y acostumbrada a su matrimonio celebrado por la fuerza hace ya más de un cuarto de siglo, sin cuestionar las faltas o defectos del imperecedero y ya largo régimen tradicional y sin que interese conocer ni sopesar las propuestas de gobierno del eventual futuro ganador. Mientras no se reduzca el número de participantes y no se ofrezca un formato ágil y flexible, los debates, por muchos que se celebren, de poco servirán para modificar la percepción ciudadana sobre los candidatos.

Armando Trueba Uzeta

Todo régimen político que se precie democrático, asume que el debate político es una herramienta indispensable para conocer el talante y capacidades de quien pretenda acceder por la vía del voto a los cargos públicos. En la empresa privada, el proceso de selección para un puesto necesariamente atraviesa por la etapa de la entrevista directa, cara a cara del interesado con los reclutadores. En el ámbito público ocurre algo muy similar, los debates hacen las veces de entrevista ante quienes hemos de elegir al mejor perfil para un puesto.

A estas alturas es de suponerse que un elevado porcentaje de la población ya sabe por quién votará, o al menos tiene la certeza de por quién no lo hará, en mucho influidos por lo demostrado en los debates. Hay quienes asistimos a las confrontaciones públicas entre los candidatos, convencidos de que el nuestro es el mejor, de manera que, para abandonar esa percepción, algo verdaderamente extraordinario debe acontecer durante el careo, al grado que nos haga cambiar nuestra preferencia original y dirigir nuestra simpatía por aquel candidato que se ha mostrado contundente y demoledor frente a los demás. Quizá la última ocasión en que esto sucedió fue en el debate entre Diego Fernández de Cevallos, Ernesto Zedillo y Cuauhtémoc Cárdenas, en el que las facultades histriónicas y oratorias del primero, resultaron sumamente atractivas para quienes ni siquiera lo conocíamos. Sabemos que al final eso poco importó, pues el candidato del PAN, impresionado por su propio desempeño, prefirió retraerse y terminar por ceder un cómodo triunfo al PRI.

Hoy no resulta tan sencillo encontrar esos niveles de persuasión pública con el simple desempeño en un debate público y mucho menos cuando hay más de dos participantes involucrados en la discusión. La dialéctica no fluye fácilmente ante la necesidad de fijar reglas y tiempos preestablecidos para repartir entre todos. Los momentos culminantes en estos intercambios no se presentan cuando se discuten las aburridas tesis de la política fiscal de la nación, sino cuando se golpea al adversario en su esfera personal; cuando se busca eliminarlo a través de cuestionar su honra y desmontar su mucha o poca fama pública. Esto ha llevado a que, lo que en principio se supone debería ser un ejercicio argumentativo sobre lo que se piensa acerca de determinados temas, termine convertido en una feria de descalificaciones personales de pretendido contenido moral, sin necesidad de demostrarlas. Se ha llegado a este punto, porque parece que el ciudadano espectador entiende que de eso se tratan los debates; de una especie de ring de boxeo político donde los mejores golpes son precisamente aquellos dirigidos a lesionar la imagen personal del adversario. El pueblo quiere ver sangre y ser testigo de que alguien le diga a los odiosos políticos lo que muchos desearían poder espetarle en sus caras, pero que, por razones naturales, resulta imposible.

No obstante, en México se ha avanzado en cuanto a la manera de presentar los debates al público. Es innegable que el último celebrado entre los candidatos a la presidencia de la república ha sido un ejercicio más abierto y provocativo, aunque siguen siendo demasiados participantes. Lo idóneo sería la intervención de, cuando mucho, los ubicados en los primeros tres lugares de las encuestas.

El estilo del pasado debate presidencial ha resultado más interesante y atractivo para el público, así lo demuestran los elevados niveles de audiencia registrados; no obstante el relativo éxito obtenido en esa experiencia, parece que en Guanajuato la autoridad electoral no está interesada en recurrir a ese tipo de formatos o en generar alguno verdaderamente novedoso, atractivo e interesante para la sociedad. El reciente debate celebrado en la entidad con la participación de los candidatos a gobernador no ha resultado muy provocativo ni el formato ha permitido un verdadero intercambio de conceptos, ideas e, incluso, ataques personales. El candidato del oficialismo solo tuvo que limitarse a escuchar los embates de quienes vienen por debajo de él en el registro de las preferencias y evitar engancharse deliberadamente en esa pretendida estrategia, de manera que, ante la falta de respuesta, seguimos ignorando que piensa sobre los señalamientos que se le hicieron.

Hace tiempo que Guanajuato se ha acostumbrado a ver y sostener el régimen político que ya se ha enquistado en el poder, sin cuestionarlo ni criticarlo. La rutina significa hacer las cosas ordinariamente sin reflexionar sobre las causas y razones por las cuales las hacemos. Así como la rutina aletarga la vida matrimonial, la ciudadanía guanajuatense se encuentra adormilada en su ya larga coexistencia con el régimen panista conservador del cual se asume dependiente. El último debate ha servido como botón de muestra para sostener lo dicho: hemos visto un pobre desempeño del joven e inexperto candidato del oficialismo local, elegido por voluntad de su padrino político y sin más credenciales que una rápida carrera burocrática llevada a cabo dentro de las fronteras de la entidad. Pretendiendo apedrear el rancho, vimos a otros dos candidatos aferrados a la idea de mancillar la impoluta imagen del bisoño candidato panista. Desafortunadamente para su causa, sus provocaciones no encontraron eco y terminaron por disolverse en el acartonamiento y reglas del debate. Vamos, ni siquiera se animó el evento con la intervención del respetable académico y expresidente del Consejo General del INE, Leonardo Valdez Zurita, de quien podríamos haber esperado fuese un tanto más agudo y provocador en sus intervenciones.

Así las cosas, parece poco probable que en Guanajuato encontremos algo nuevo bajo el sol en cuanto a la disputa de la gubernatura se refiere. La ciudadanía está conforme y acostumbrada a su matrimonio celebrado por la fuerza hace ya más de un cuarto de siglo, sin cuestionar las faltas o defectos del imperecedero y ya largo régimen tradicional y sin que interese conocer ni sopesar las propuestas de gobierno del eventual futuro ganador. Mientras no se reduzca el número de participantes y no se ofrezca un formato ágil y flexible, los debates, por muchos que se celebren, de poco servirán para modificar la percepción ciudadana sobre los candidatos.

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