/ sábado 4 de diciembre de 2021

Profanando lo “Improfanable”

Giorgio Agamben ha sentenciado: “el poder siempre ha tratado de asegurarse el control de la comunicación social, sirviéndose del lenguaje como medio para difundir la propia ideología y para inducir a la obediencia voluntaria”. ¿Por qué? Porque todo soberano odia a la poiesis, (el acto creador) y lo que ella representa: ser un medio puro que crea y nombra libremente, y esto el poder no lo puede admitir, porque sólo él puede ser “dueño” de la palabra y nadie que no sea él puede “profanarla”, lo que hace del lenguaje para el Estado y para todo aquel que detenta el control del poder un “Improfanable”.

Para comprender su sentido debemos remitirnos al pensamiento del filósofo italiano. Según Agamben el acto de sacralización requiere de un proceso de separación, y toda separación implica una carga de religiosidad asociada a un sacrificio en el que se conjugan el mito y el rito. El mito que cuenta la historia y el rito que la reproduce y escenifica. Sacralización que garantiza el ejercicio del poder al referirlo a algo sagrado sin que las respectivas fuerzas sean alteradas, como sucede en el caso de la secularización política. El acto de profanación, en cambio, es un acto que restituye a la propiedad del hombre y al libre uso o reuso de éste aquello que fue sacralizado. Pasaje de lo sacro a lo profano que no requiere de otro sacrificio, sino de un nuevo tipo de acto, como puede serlo el juego. Juegos como los actuales televisivos “de masas” que, a juicio de Agamben, son un nuevo tipo de “liturgia”.

Ahora bien, el mundo contemporáneo se ha encargado de capturar a los “medios puros” y de construir objetos de “imposible uso”, “improfanables”, como las ciudades hoy patrimonio de la humanidad; las áreas naturales protegidas; el patrimonio cultural y, por supuesto, el lenguaje, el medio más puro de todos, cuyo poder profanatorio buscan neutralizar los “dispositivos” mediáticos que el hombre ha venido construyendo para “capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos” y que, en su caso, buscan impedir que se abra la posibilidad de un nuevo uso, esto es, de que exista una “nueva experiencia de la palabra” que pueda desestabilizar al poder mismo.

Y me pregunto ¿acaso no existe una alternativa que pueda romper el secuestro de la palabra? ¿No hay alguna vía para que ese “Improfanable” del poder contemporáneo que es el lenguaje pueda ser “profanado”? Agamben ha señalado que sería tarea de las futuras generaciones. Yo creo que en el caso de la “necroescritura” de la mexicana Cristina Rivera Garza ya tenemos abierta una gran y esperanzadora puerta para la profanización de lo “Improfanable”. La razón de ello es que estamos ante una nueva forma escritural desarrollada en estrecha vinculación con la necropolítica y con la necrorealidad que en las últimas décadas se ha visto recrudecida en México: el país latinoamericano más fosado y en el que han muerto decenas de miles de ciudadanos en condiciones de extrema violencia. Muertes, todas ellas, suscitadas en un clima de creciente saña, sometidas a la impunidad del sistema penal y enfrentadas a la realidad de un Estado incapaz de velar por sus ciudadanos, como bien lo denuncia la autora de Los muertos indóciles.

Achille Mbembe, a quien la escritora mexicana evoca, lo dijo en 2003: “la última expresión de la soberanía reside en el poder y en la capacidad de dictar quién puede vivir y quién debe morir. Ejercer la soberanía es ejercer el control sobre la mortalidad y definir la vida como una manifestación de ese poder”. Poder cuya lucha hoy se sostiene en el campo del lenguaje. Lucha que se extiende, reproduce y hace suya el crimen organizado que enfrenta, más allá de su confrontación natural con el Estado y sus instituciones (o con lo que queda de éste y de ellas en nuestra realidad nacional), a la ciudadanía que sólo a través de la escritura puede evidenciar y denunciar los horrores, emancipando así al lenguaje de sus meros fines comunicativos para disponerlo hacia un “nuevo uso”. Y si algo le preocupa al Estado es que no sea él quien detente la propiedad y titularidad del lenguaje. Sólo él puede y debe ser quien lo controle, pues de llegar a ser “profanado” agambenianamente hablando, constituyéndose en un contradispositivo que restituye al uso común lo que el sacrificio separó y dividió, ello implicaría que el hombre se hiciera de un enorme poder, como sería el poder encarnado en la palabra y esto no lo puede permitir el Estado, porque de ser desactivados sus dispositivos mediáticos encomendados para neutralizar al medio puro por excelencia, el lenguaje, éste quedaría liberado y con él su poder profanatorio en manos de la ciudadanía.

Sí, la “necroescritura” no sólo es una reveladora literatura “postautónoma”, como hubiera dicho Josefina Ludmer, sino una de las más poderosas y reveladoras voces que han venido ya del futuro para profanar aquello que hasta hace algunas décadas era considerado aún como lo “Improfanable”, y que no es otro, que el control estatal del lenguaje.

bettyzanolli@hotmail.com @BettyZanolli


Giorgio Agamben ha sentenciado: “el poder siempre ha tratado de asegurarse el control de la comunicación social, sirviéndose del lenguaje como medio para difundir la propia ideología y para inducir a la obediencia voluntaria”. ¿Por qué? Porque todo soberano odia a la poiesis, (el acto creador) y lo que ella representa: ser un medio puro que crea y nombra libremente, y esto el poder no lo puede admitir, porque sólo él puede ser “dueño” de la palabra y nadie que no sea él puede “profanarla”, lo que hace del lenguaje para el Estado y para todo aquel que detenta el control del poder un “Improfanable”.

Para comprender su sentido debemos remitirnos al pensamiento del filósofo italiano. Según Agamben el acto de sacralización requiere de un proceso de separación, y toda separación implica una carga de religiosidad asociada a un sacrificio en el que se conjugan el mito y el rito. El mito que cuenta la historia y el rito que la reproduce y escenifica. Sacralización que garantiza el ejercicio del poder al referirlo a algo sagrado sin que las respectivas fuerzas sean alteradas, como sucede en el caso de la secularización política. El acto de profanación, en cambio, es un acto que restituye a la propiedad del hombre y al libre uso o reuso de éste aquello que fue sacralizado. Pasaje de lo sacro a lo profano que no requiere de otro sacrificio, sino de un nuevo tipo de acto, como puede serlo el juego. Juegos como los actuales televisivos “de masas” que, a juicio de Agamben, son un nuevo tipo de “liturgia”.

Ahora bien, el mundo contemporáneo se ha encargado de capturar a los “medios puros” y de construir objetos de “imposible uso”, “improfanables”, como las ciudades hoy patrimonio de la humanidad; las áreas naturales protegidas; el patrimonio cultural y, por supuesto, el lenguaje, el medio más puro de todos, cuyo poder profanatorio buscan neutralizar los “dispositivos” mediáticos que el hombre ha venido construyendo para “capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos” y que, en su caso, buscan impedir que se abra la posibilidad de un nuevo uso, esto es, de que exista una “nueva experiencia de la palabra” que pueda desestabilizar al poder mismo.

Y me pregunto ¿acaso no existe una alternativa que pueda romper el secuestro de la palabra? ¿No hay alguna vía para que ese “Improfanable” del poder contemporáneo que es el lenguaje pueda ser “profanado”? Agamben ha señalado que sería tarea de las futuras generaciones. Yo creo que en el caso de la “necroescritura” de la mexicana Cristina Rivera Garza ya tenemos abierta una gran y esperanzadora puerta para la profanización de lo “Improfanable”. La razón de ello es que estamos ante una nueva forma escritural desarrollada en estrecha vinculación con la necropolítica y con la necrorealidad que en las últimas décadas se ha visto recrudecida en México: el país latinoamericano más fosado y en el que han muerto decenas de miles de ciudadanos en condiciones de extrema violencia. Muertes, todas ellas, suscitadas en un clima de creciente saña, sometidas a la impunidad del sistema penal y enfrentadas a la realidad de un Estado incapaz de velar por sus ciudadanos, como bien lo denuncia la autora de Los muertos indóciles.

Achille Mbembe, a quien la escritora mexicana evoca, lo dijo en 2003: “la última expresión de la soberanía reside en el poder y en la capacidad de dictar quién puede vivir y quién debe morir. Ejercer la soberanía es ejercer el control sobre la mortalidad y definir la vida como una manifestación de ese poder”. Poder cuya lucha hoy se sostiene en el campo del lenguaje. Lucha que se extiende, reproduce y hace suya el crimen organizado que enfrenta, más allá de su confrontación natural con el Estado y sus instituciones (o con lo que queda de éste y de ellas en nuestra realidad nacional), a la ciudadanía que sólo a través de la escritura puede evidenciar y denunciar los horrores, emancipando así al lenguaje de sus meros fines comunicativos para disponerlo hacia un “nuevo uso”. Y si algo le preocupa al Estado es que no sea él quien detente la propiedad y titularidad del lenguaje. Sólo él puede y debe ser quien lo controle, pues de llegar a ser “profanado” agambenianamente hablando, constituyéndose en un contradispositivo que restituye al uso común lo que el sacrificio separó y dividió, ello implicaría que el hombre se hiciera de un enorme poder, como sería el poder encarnado en la palabra y esto no lo puede permitir el Estado, porque de ser desactivados sus dispositivos mediáticos encomendados para neutralizar al medio puro por excelencia, el lenguaje, éste quedaría liberado y con él su poder profanatorio en manos de la ciudadanía.

Sí, la “necroescritura” no sólo es una reveladora literatura “postautónoma”, como hubiera dicho Josefina Ludmer, sino una de las más poderosas y reveladoras voces que han venido ya del futuro para profanar aquello que hasta hace algunas décadas era considerado aún como lo “Improfanable”, y que no es otro, que el control estatal del lenguaje.

bettyzanolli@hotmail.com @BettyZanolli