/ domingo 23 de septiembre de 2018

LOS FLETES DE LA MUERTE

Armando Trueba Uzeta.

Se dice que la dignidad humana es el derecho a tener derechos. Los derechos corresponden a las personas, en tanto son manifestación de vida y condición humana, de manera que la muerte del sujeto implica en principio la cesación del ejercicio de ellos, aunque algunos la trascienden. A manera de ejemplo, la voluntad del sujeto que en vida dio instrucciones para el manejo y partición de su patrimonio una vez fallecido, debe ser respetada en los términos en que la expresó, lo que no se explica sino como un reflejo de la consideración que sigue mereciendo su dignidad, aún cuando ya solo se trate de un cuerpo inanimado.

En ese orden, una persona extinta o muerta puede ser objeto de violación en cuanto a la dignidad de su imagen y memoria pública; es decir, cabe la posibilidad de menoscabar o agredir la dignidad de la persona, aún muerta, al grado de hacerle daño en aquellos derechos que trascienden a la vida. Cuando alguien muere, sus restos no pueden ser tratados como cualquier otra cosa. La misma Suprema Corte de Justicia de la Nación ha establecido en sus criterios jurisprudenciales que la dignidad humana no es una simple declaración moral o ética, sino que se traduce en un cúmulo de normas jurídicas que tutelan el derecho fundamental de toda persona a ser protegida por las autoridades públicas para no ser humillada, degradada, envilecida o cosificada. No hay duda que estos deberes trascienden al cuerpo de la persona, de manera que, así como el Estado está obligado a garantizar la existencia de la persona, igual debe proteger sus restos en consideración a la efectiva asistencia que merece al fallecer.

Los restos del cuerpo humano merecen protección similar a la que se exige para un ser humano vivo; cualquier trato al cadáver de una persona que no tenga que ver con la practica de una autopsia realizada por quien está facultado para hacerla o con su funeral, entierro, cremación o para la investigación científica, no puede tener un contenido jurídica y moralmente aceptable. Tanto es así, que el manejo de un cadáver es una cuestión objeto de estricta regulación en diversas leyes, ya sean las de índole penal, como administrativas y de regulación sanitaria.

Particular relevancia adquiere el derecho a la intimidad personal de los familiares de la persona fallecida. Con respecto a aquel que ha muerto se conserva una estrecha vinculación afectiva con quienes le rodeaban en vida, de manera que un agravio al cuerpo inerte es una agresión contra las personas vinculadas con quien en vida guardaba un lazo con ellas.

Recientemente se ha conmemorado un aniversario más de aquellos ataques terroristas contra las Torres Gemelas de Nueva York y aún podemos recordar el acuerdo adoptado entre autoridades y medios de comunicación para restringir la publicación o exhibición de las imágenes de los cuerpos esparcidos alrededor del área afectada. Hubo varias razones para ello, una de ellas, por consideración y respeto a los muertos mismos y a sus familiares.

México también ha sido víctima de ataques que, aunque no provienen de otros lugares ni de enemigos externos, igual atentan contra la sociedad y la estabilidad del sistema político y social, y son provocados por los propios mexicanos que han encontrado en la industria del crimen organizado todo un estilo de vida, ante la ineficacia de las autoridades por hacer valer el estado de derecho y las garantías de seguridad pública. Luego de tantos años de estar recibiendo el constante bombardeo de noticias sobre homicidios, masacres y fosas ocultas, la mexicana es una sociedad que ha terminado por resignarse al infortunio que ello representa, al grado de que ya nada parece asustarnos, en tanto el sujeto afectado no se trate de uno o de alguien cercano.

La noticia no de uno, sino de dos tráileres atestados de cadáveres que fueron abandonados en algún paraje de Jalisco, parece no haber provocado mayor mella en la conciencia pública. Es verdad que la noticia ha sido ventilada en los medios y que como consecuencia de los hechos ha rodado la cabeza del fiscal de Jalisco y algunas otras de mandos medios, pero parece que todo pasará como todo pasa en el México real. Más controversia pública ha provocado el atascamiento de nuestro próximo presidente en un aeropuerto de segunda, perdido algún rincón del país que el macabro flete.

¿Quiénes eran todas esas personas cuyos cuerpos están ahí apilados y pudriéndose? ¿Cómo es que acabaron en esos contenedores? ¿A dónde están ahora mismo esos cadáveres? ¿Cómo puede suceder que el Estado de Jalisco, uno de los históricamente más violentos, no tenga la infraestructura indispensable para conservar los cuerpos en condiciones mínimas de higiene y dignidad? Las preguntas son muchas y la única respuesta, hasta ahora, consiste en el sacrificio laboral de un par de burócratas y no mucho más que eso.

La lúgubre historia de estos embarques de la muerte, es la confirmación más acabada de que el Estado Mexicano no solo ha sido y es incapaz de generar las condiciones para una vida digna, sino ya ni siquiera para una muerte decorosa. En este país, literalmente, no hay ni donde caerse muerto.


Armando Trueba Uzeta.

Se dice que la dignidad humana es el derecho a tener derechos. Los derechos corresponden a las personas, en tanto son manifestación de vida y condición humana, de manera que la muerte del sujeto implica en principio la cesación del ejercicio de ellos, aunque algunos la trascienden. A manera de ejemplo, la voluntad del sujeto que en vida dio instrucciones para el manejo y partición de su patrimonio una vez fallecido, debe ser respetada en los términos en que la expresó, lo que no se explica sino como un reflejo de la consideración que sigue mereciendo su dignidad, aún cuando ya solo se trate de un cuerpo inanimado.

En ese orden, una persona extinta o muerta puede ser objeto de violación en cuanto a la dignidad de su imagen y memoria pública; es decir, cabe la posibilidad de menoscabar o agredir la dignidad de la persona, aún muerta, al grado de hacerle daño en aquellos derechos que trascienden a la vida. Cuando alguien muere, sus restos no pueden ser tratados como cualquier otra cosa. La misma Suprema Corte de Justicia de la Nación ha establecido en sus criterios jurisprudenciales que la dignidad humana no es una simple declaración moral o ética, sino que se traduce en un cúmulo de normas jurídicas que tutelan el derecho fundamental de toda persona a ser protegida por las autoridades públicas para no ser humillada, degradada, envilecida o cosificada. No hay duda que estos deberes trascienden al cuerpo de la persona, de manera que, así como el Estado está obligado a garantizar la existencia de la persona, igual debe proteger sus restos en consideración a la efectiva asistencia que merece al fallecer.

Los restos del cuerpo humano merecen protección similar a la que se exige para un ser humano vivo; cualquier trato al cadáver de una persona que no tenga que ver con la practica de una autopsia realizada por quien está facultado para hacerla o con su funeral, entierro, cremación o para la investigación científica, no puede tener un contenido jurídica y moralmente aceptable. Tanto es así, que el manejo de un cadáver es una cuestión objeto de estricta regulación en diversas leyes, ya sean las de índole penal, como administrativas y de regulación sanitaria.

Particular relevancia adquiere el derecho a la intimidad personal de los familiares de la persona fallecida. Con respecto a aquel que ha muerto se conserva una estrecha vinculación afectiva con quienes le rodeaban en vida, de manera que un agravio al cuerpo inerte es una agresión contra las personas vinculadas con quien en vida guardaba un lazo con ellas.

Recientemente se ha conmemorado un aniversario más de aquellos ataques terroristas contra las Torres Gemelas de Nueva York y aún podemos recordar el acuerdo adoptado entre autoridades y medios de comunicación para restringir la publicación o exhibición de las imágenes de los cuerpos esparcidos alrededor del área afectada. Hubo varias razones para ello, una de ellas, por consideración y respeto a los muertos mismos y a sus familiares.

México también ha sido víctima de ataques que, aunque no provienen de otros lugares ni de enemigos externos, igual atentan contra la sociedad y la estabilidad del sistema político y social, y son provocados por los propios mexicanos que han encontrado en la industria del crimen organizado todo un estilo de vida, ante la ineficacia de las autoridades por hacer valer el estado de derecho y las garantías de seguridad pública. Luego de tantos años de estar recibiendo el constante bombardeo de noticias sobre homicidios, masacres y fosas ocultas, la mexicana es una sociedad que ha terminado por resignarse al infortunio que ello representa, al grado de que ya nada parece asustarnos, en tanto el sujeto afectado no se trate de uno o de alguien cercano.

La noticia no de uno, sino de dos tráileres atestados de cadáveres que fueron abandonados en algún paraje de Jalisco, parece no haber provocado mayor mella en la conciencia pública. Es verdad que la noticia ha sido ventilada en los medios y que como consecuencia de los hechos ha rodado la cabeza del fiscal de Jalisco y algunas otras de mandos medios, pero parece que todo pasará como todo pasa en el México real. Más controversia pública ha provocado el atascamiento de nuestro próximo presidente en un aeropuerto de segunda, perdido algún rincón del país que el macabro flete.

¿Quiénes eran todas esas personas cuyos cuerpos están ahí apilados y pudriéndose? ¿Cómo es que acabaron en esos contenedores? ¿A dónde están ahora mismo esos cadáveres? ¿Cómo puede suceder que el Estado de Jalisco, uno de los históricamente más violentos, no tenga la infraestructura indispensable para conservar los cuerpos en condiciones mínimas de higiene y dignidad? Las preguntas son muchas y la única respuesta, hasta ahora, consiste en el sacrificio laboral de un par de burócratas y no mucho más que eso.

La lúgubre historia de estos embarques de la muerte, es la confirmación más acabada de que el Estado Mexicano no solo ha sido y es incapaz de generar las condiciones para una vida digna, sino ya ni siquiera para una muerte decorosa. En este país, literalmente, no hay ni donde caerse muerto.


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