Muy en consonancia con el Evangelio de este día, el Papa Francisco ha invitado en el Sínodo a una profunda reflexión y reconocimiento de la misión de la Iglesia y las limitaciones que nuestra fragilidad le ha ido imponiendo. Indudablemente las páginas de este domingo son fuertes y requieren una gran valentía para asumirlas, aplicárnoslas y aceptarlas con humildad. Lo más fácil es aplicarlas a los demás y nosotros pretender quedar invisibles para seguir juzgando a los otros.
Jesús nos viene a decir, como ya lo había anunciado en las parábolas de los domingos anteriores, que no importa mucho lo que digamos, que lo importante son nuestras acciones y nuestros frutos. La sociedad nos exige coherencia y signos visibles de credibilidad que sean testimonio de vida, que manifiesten unidad de los creyentes, que hablen por sí mismos del compromiso con los pobres y pequeños, que sean reflejo del rostro de Jesús. Pero nosotros le hemos quitado el valor a las palabras y las hemos hecho huecas y vacías. ¿Cómo devolverles su valor? Las graves incongruencias de un país que se dice cristiano y que se hunde en la corrupción, en la violencia y la mentira por sí solas nos desmienten. La separación entre la fe y la vida cotidiana es uno de los más graves errores que estamos cometiendo.
Dejemos actuar al Espíritu
Echar cargas sobre los hombros de los demás es una doble moral insoportable que pretende que los demás hagan lo que nosotros no estamos haciendo. Se pretende superar la crisis económica, cargando de impuestos y restricciones a quienes menos tienen; se asumen programas solidarios para quedarse con las ganancias; se reta a que los demás actúen con transparencia y honestidad y se esconden las verdaderas intenciones. El maestro, el padre de familia, el sacerdote, buscan educar a los jóvenes en la transparencia y honestidad, pero no son capaces de sostener la verdad y aceptan sobornos, mordidas y componendas. En especial Jesús se dirige a quienes tenemos alguna autoridad y exigimos que se cumplan las leyes, pero que después nos hacemos de la manga ancha para dejar pasar las infracciones a nuestra conveniencia. Muy fuertes suenan las acusaciones que lanza el profeta Malaquías en contra de los sacerdotes y nos tienen que tocar el corazón: “Ustedes se han apartado del camino, han hecho tropezar a muchos en la ley y han anulado mi alianza”. Este domingo nos podemos hacer la pregunta al revés de cómo la hacíamos el día de las misiones: ¿Alguien por culpa nuestra, consciente o inconsciente, se ha apartado de Dios?
La fama, el honor, mantos y coronas han seducido a todos los hombres y mujeres. También a quienes vivimos en la Iglesia nos seduce el deseo de aparecer y de ostentación. Para Jesús todo es diferente: para Él lo que importa es la persona, no los atuendos o las apariencias. Él descubre a profundidad el corazón y mira más allá de los vestidos. Dios no viste a sus ministros a la moda ni con modistos famosos o firmas reconocidas. Por el contrario, su Palabra siempre desnuda y, como espada, penetra hasta lo profundo del corazón, despoja de máscaras y deja al descubierto las más escondidas intenciones. No podemos vivir de apariencia y por eso, en este día, Jesús exige que no utilicemos títulos o distinciones que opaquen el nombre de Dios.
Pero la Palabra de este día no solamente ofrece ejemplos negativos. Nos invita al verdadero camino de la felicidad. Si Pablo se nos muestra como el verdadero servidor, comparándose con una madre que estrecha en su regazo a los pequeños y que busca dar vida, Jesús nos ofrece el camino para ser verdaderamente grandes: “Que el mayor entre ustedes sea su servidor”. Es el único camino y no tenemos otro. Jesús nos enseña que la auténtica jerarquía será el servicio a la fraternidad. Pondrá como único maestro y señor a Jesús y a su reino, donde no hay escalafones, donde no hay privilegios, sino donde hay servicio y amor. ¿Cómo estamos sirviendo? ¿Cómo nos mira Jesús a quienes somos sus seguidores y discípulos? ¿Estamos sirviendo o sólo nos hemos dedicado a hablar y a recibir honores?