/ sábado 30 de enero de 2021

El poeta confinado en el exilio

Fue Ovidio uno de los más grandes autores de la latinidad imperial, pero que por razones que aún subsisten en la bruma, fue condenado como Cicerón a la muerte social, el destierro, la relegatio: el exilio. Su ruta inició en Brindisi, en la llanura salentina adriática, de donde partió a un viaje sin retorno -agobiado por la voluntad humana y azotado por los elementos naturales-. Cruzó el mar Jónico y arribó al Istmo de Corinto, de donde prosiguió al mar Egeo, rumbo a Samotracia, hasta llegar a su destino fatal: Tomis, la ciudad limítrofe fundada por los griegos y poblada por sármatas y getas escitas, ubicada en la margen occidental del Mar Negro, el Pontus Euxinus, cerca de la actual ciudad rumana de Constanza, que al paso de los siglos así sería llamada en honor del emperador Constantino.

A lo largo de las centurias, innumerables especulaciones han afirmado que el emperador Augusto reprobó la publicación de una de las más célebres obras ovidianas: la impactante Ars amandi, exultatoria del cortejo amoroso, cuya factura se cree le valió el exilio al poeta. Lo cierto es que desde aquel año 8 de nuestra Era en que Ovidio, de 52 años, fue desterrado y no sabemos por qué. Sólo tiempo después, en su “Carta abierta a Augusto”, él mismo declarará que “fue por un carmen et error”, un poema y un error, una stultitia. El hecho es que el emperador decretó, fulminante, su exilio a los confines del Imperio, en los límites acechados por grupos bárbaros provenientes del Asia central. Era increíble que el poeta que feneció en el exilio, expulsado del epicentro del mundo imperial que una vez lo aclamó, haya sido el mismo que abriera a la cultura latina las puertas del universo mítico en el que abrevaron los griegos. Hesíodo lo había precedido con la Teogonía, con la que adentró a los hombres en la historia de sus dioses, pero fue el originario de Sulmona con quien, a través de sus Metamorfosis -integradas éstas por 250 historias desarrolladas a través de 12 mil hexámetros-, el conocimiento de la mitología clásica grecorromana llegó a su máximo esplendor.

El consuelo que nos resta es que, de no haber padecido semejante relegatio, la posteridad se habría privado de algunas de las obras más dolorosas y desoladoras de la lírica latina: Fastos, Tristia, Ibis y Epistulae ex Ponto o Pónticas, porque a partir de sufrir el exilio, el poeta regresará a la elegía y así se convertirá en iniciador de la elegía autobiográfica, de la “poesía del destierro” y de la “literatura del exilio” (las mismas que hoy calificaríamos del “confinamiento”): todas ellas, vías de escape, catarsis y sublimación, para el hombre que no puede alterar su amarga realidad.

Línea tras línea, Ovidio se desgarra en obra, prácticamente desde el instante mismo en que debe abandonar su hogar, tras arrojar al fuego su obra erótica: “salí”, dice, “o, más bien, soy conducido al sepulcro sin haber muerto”. Su esposa no lo acompañará, se quedará “enloquecida de dolor”, porque su marido le ha sido “negado eternamente en vida”. “Dicen que quiso morir para muriendo dejar de sentir, pero no murió para cuidarme” y “cuando recuerdo la imagen tristísima de aquella noche en la que estuve por última vez en Roma; cuando revivo esa noche en que dejé tantas cosas queridas, resbalan, incluso ahora, lágrimas de estos ojos”, dirá en Tristia (I, 3), clamando y reclamando el perdón del emperador, exhibiendo al mundo su profunda necesidad de que fuera reexaminada la causa de su exilio. No es ya el autor que habla de amor. No es el que le redacta a las heroínas míticas cartas a sus amados. Es sólo un autor que escribe poesía en pos de ser revalorado más allá de su obra amorosa prohibida. Sólo un poeta que ya no escribe de su amante sino de su esposa, pero el perdón de Augusto nunca llegará. Tal vez éste jamás lo leyó.

En el libro segundo de Tristia, Ovidio se pregunta: “¿Por qué vi algo? ¿Por qué hice culpables mis ojos?”. La historia no nos aclara más. En cambio, lo que nos transmite es el dolor de este hombre en medio de un mundo inhóspito, ajeno, sentenciado a un atroz aislamiento en el que carece de familiares, amigos y libros, de todo nexo con su vida anterior, al punto que ninguno de los extraños que le rodean hablan siquiera el latín. Está abandonado en un páramo hostil, en el que sólo habrá de conservar una compañía, la de su Musa fiel: “que habla en la propia defensa”, “el intérprete demasiado verídico de sus aflicciones”, como reconocerá en las Pónticas.

Dos mil años han transcurrido desde su exilio, pero su lamento revive cuando las cuerdas de su innovador canto elegíaco entran en simpatía con el dolor de las almas conmovidas que cantan en su prisión… Ovidio nunca más retornó a Roma, mas hubo algo que el impío poder imperial no le arrebató: la inspiración poética que, a través de su arte doliente, legó a la humanidad, al haber escrito uno de los capítulos más emotivos y conmovedores en la historia de la lírica universal.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli


Fue Ovidio uno de los más grandes autores de la latinidad imperial, pero que por razones que aún subsisten en la bruma, fue condenado como Cicerón a la muerte social, el destierro, la relegatio: el exilio. Su ruta inició en Brindisi, en la llanura salentina adriática, de donde partió a un viaje sin retorno -agobiado por la voluntad humana y azotado por los elementos naturales-. Cruzó el mar Jónico y arribó al Istmo de Corinto, de donde prosiguió al mar Egeo, rumbo a Samotracia, hasta llegar a su destino fatal: Tomis, la ciudad limítrofe fundada por los griegos y poblada por sármatas y getas escitas, ubicada en la margen occidental del Mar Negro, el Pontus Euxinus, cerca de la actual ciudad rumana de Constanza, que al paso de los siglos así sería llamada en honor del emperador Constantino.

A lo largo de las centurias, innumerables especulaciones han afirmado que el emperador Augusto reprobó la publicación de una de las más célebres obras ovidianas: la impactante Ars amandi, exultatoria del cortejo amoroso, cuya factura se cree le valió el exilio al poeta. Lo cierto es que desde aquel año 8 de nuestra Era en que Ovidio, de 52 años, fue desterrado y no sabemos por qué. Sólo tiempo después, en su “Carta abierta a Augusto”, él mismo declarará que “fue por un carmen et error”, un poema y un error, una stultitia. El hecho es que el emperador decretó, fulminante, su exilio a los confines del Imperio, en los límites acechados por grupos bárbaros provenientes del Asia central. Era increíble que el poeta que feneció en el exilio, expulsado del epicentro del mundo imperial que una vez lo aclamó, haya sido el mismo que abriera a la cultura latina las puertas del universo mítico en el que abrevaron los griegos. Hesíodo lo había precedido con la Teogonía, con la que adentró a los hombres en la historia de sus dioses, pero fue el originario de Sulmona con quien, a través de sus Metamorfosis -integradas éstas por 250 historias desarrolladas a través de 12 mil hexámetros-, el conocimiento de la mitología clásica grecorromana llegó a su máximo esplendor.

El consuelo que nos resta es que, de no haber padecido semejante relegatio, la posteridad se habría privado de algunas de las obras más dolorosas y desoladoras de la lírica latina: Fastos, Tristia, Ibis y Epistulae ex Ponto o Pónticas, porque a partir de sufrir el exilio, el poeta regresará a la elegía y así se convertirá en iniciador de la elegía autobiográfica, de la “poesía del destierro” y de la “literatura del exilio” (las mismas que hoy calificaríamos del “confinamiento”): todas ellas, vías de escape, catarsis y sublimación, para el hombre que no puede alterar su amarga realidad.

Línea tras línea, Ovidio se desgarra en obra, prácticamente desde el instante mismo en que debe abandonar su hogar, tras arrojar al fuego su obra erótica: “salí”, dice, “o, más bien, soy conducido al sepulcro sin haber muerto”. Su esposa no lo acompañará, se quedará “enloquecida de dolor”, porque su marido le ha sido “negado eternamente en vida”. “Dicen que quiso morir para muriendo dejar de sentir, pero no murió para cuidarme” y “cuando recuerdo la imagen tristísima de aquella noche en la que estuve por última vez en Roma; cuando revivo esa noche en que dejé tantas cosas queridas, resbalan, incluso ahora, lágrimas de estos ojos”, dirá en Tristia (I, 3), clamando y reclamando el perdón del emperador, exhibiendo al mundo su profunda necesidad de que fuera reexaminada la causa de su exilio. No es ya el autor que habla de amor. No es el que le redacta a las heroínas míticas cartas a sus amados. Es sólo un autor que escribe poesía en pos de ser revalorado más allá de su obra amorosa prohibida. Sólo un poeta que ya no escribe de su amante sino de su esposa, pero el perdón de Augusto nunca llegará. Tal vez éste jamás lo leyó.

En el libro segundo de Tristia, Ovidio se pregunta: “¿Por qué vi algo? ¿Por qué hice culpables mis ojos?”. La historia no nos aclara más. En cambio, lo que nos transmite es el dolor de este hombre en medio de un mundo inhóspito, ajeno, sentenciado a un atroz aislamiento en el que carece de familiares, amigos y libros, de todo nexo con su vida anterior, al punto que ninguno de los extraños que le rodean hablan siquiera el latín. Está abandonado en un páramo hostil, en el que sólo habrá de conservar una compañía, la de su Musa fiel: “que habla en la propia defensa”, “el intérprete demasiado verídico de sus aflicciones”, como reconocerá en las Pónticas.

Dos mil años han transcurrido desde su exilio, pero su lamento revive cuando las cuerdas de su innovador canto elegíaco entran en simpatía con el dolor de las almas conmovidas que cantan en su prisión… Ovidio nunca más retornó a Roma, mas hubo algo que el impío poder imperial no le arrebató: la inspiración poética que, a través de su arte doliente, legó a la humanidad, al haber escrito uno de los capítulos más emotivos y conmovedores en la historia de la lírica universal.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli