/ domingo 23 de enero de 2022

El mundo y sus demonios

La historia está llena de gentes que, por miedo, ignorancia o ansia de poder han destruido tesoros de inconmensurable valor que realmente nos pertenecen. No debemos permitir que esto vuelva a ocurrir.

C. Sagan


“Tiranos y autócratas han entendido siempre que el alfabetismo, el conocimiento, los libros y los periódicos son un peligro en potencia. Pueden inculcar ideas independientes e incluso de rebelión en las cabezas de sus súbditos”, escribió Carl Sagan en 1995 en su ensayo “El mundo y sus demonios”.

Tres siglos antes, en la Inglaterra tardorenacentista, el poeta Samuel Butler advertía que una mente crédula “encuentra el mayor deleite en creer cosas extrañas y, cuanto más extrañas son, más fácil le resulta creerlas; pero nunca toma en consideración las que son sencillas y posibles, porque el mundo puede creerlas”, mientras Francis Bacon reconocía que el hombre es dado a creer lo que quiere o prefiere creer, aún si no es cierto, porque rechaza lo difícil; porque guarda silencio sobre aquello que puede menoscabar su esperanza; por arrogancia y falta de humildad y, entre muchas otras razones sí, también por superstición, como aquélla contra la que el propio Hipócrates de Cos hubo de luchar en la antigüedad, oponiendo a ella argumentos y procedimientos que al paso del tiempo formarían parte del método científico.


Pero nadie mejor que aquellos hombres que a lo largo de la historia tuvieron que enfrentar en carne propia el escarnio, el oprobio, la calumnia y el juicio inquisitorial por haberse atrevido a defender su verdad científica, como Sócrates -que al no retractarse de sus ideas fue condenado a morir bebiendo cicuta-; Copérnico -cuyos postulados y teoría heliocéntrica fueron censurados por la Iglesia Romana y sus obras incluidas entre los libros prohibidos en 1616-; Giordano Bruno -al que la Inquisición quemó en la hoguera por cuestionar los dogmas eclesiásticos en que se fincaba la Iglesia y sostener que vivíamos en un universo infinito- y Galileo Galilei, pues aún y cuando al paso de los siglos se les haya “reivindicado” -como sucedió en 1992 cuando la Iglesia reconoció que la Tierra giraba en torno al Sol y que Galileo, al que había declarado herético, obligó desconocer la teoría copernicana e hizo fulminante abjurar de sus ideas, estaba en lo correcto-, el daño estaba hecho.


¿Qué hizo sacrificar la verdad de estos científicos? El temor y la ignorancia prevalecientes en ciertos sectores de sus sociedades. El temor y la ignorancia palpitantes de quienes entonces ejercían y detentaban el poder, porque si algo detona la reacción irracional de un ser humano al sentirse acosado y atacado, es cuando éste se siente confrontado con su sistema de valores y creencias, pues cuando alguien ha vivido creyendo algo que termina siendo cuestionado, su mundo se viene abajo y se ve en la necesidad de reconstruirlo y no cualquiera es capaz de remontarlo. Muy pocos tienen la fuerza y la humildad para hacerlo, como lo hizo René Descartes, y lo grave es -como advirtió Sagan- que las consecuencias del “analfabetismo científico” son infinitamente más peligrosas en nuestra época que en cualquiera otra anterior, porque sí, trágicamente, los demonios no son cosa del pasado.


Hoy están desatados, como lo prueba el escarnio malévolo, injusto, ignominioso, de todos esos ignaros, algunos de carne y hueso, la mayoría bóticamente virtuales, que se han erigido alevosamente en contra de la autorizada voz emanada del claustro académico de nuestra máxima Casa de Estudios y del prestigiado posgrado de la Universidad de Harvard. Sí, me refiero a la doctora Laurie-Ann Ximénez Fyvie. La catedrática que día a día nos ha conminado y enseñado a ser conscientes, prudentes y preventivos frente al SarsCov2 y sus variantes. La ejemplar científica que desde el primer momento ha dado seguimiento al desarrollo de la pandemia, advirtiendo a la sociedad y al gobierno de los errores y fatales consecuencias que una errónea conducción de la política sanitaria puede infligir a una Nación, como ha sido nuestro caso. ¡Cuánto pesan sus declaraciones, cuánto duele que devele valerosamente la verdad!


Y al dolerme de cómo la falsa política sigue azuzando e imponiendo el velo de la anticiencia contra todo aquél que pueda cimbrar su discurso, aún y cuando el precio sea atentar contra la integridad de la propia sociedad, no puedo más que evocar al espíritu inmortal de Hipatia de Alejandría, filósofa neoplatónica, notable astrónoma y matemática, de quien se sabe anticipó el astrolabio, el hidroscopio y la calculadora electrónica, pero a la que la ignorancia, superstición, fanatismo y manipulación de un grupo de cristianos atrozmente inmoló hace mil quinientos años.


Sí, para la ciencia abrirse paso nunca ha sido fácil, mucho menos cuando en su propio seno llegan a existir “científicos” que se pliegan al poder aún a costa de falsear a la ciencia y a su verdad, sólo que esos no son hombres de ciencia sino abyectos mercenarios. Por eso concluyo con Sagan, para quien la educación en la ciencia y en el conocimiento y defensa de los derechos era prioritaria: “si somos incapaces de cuestionar a la autoridad, somos masilla pura en manos de los que ejercen el poder” y “en este mundo poseído por demonios… quizá eso sea lo único que nos aísla de la oscuridad que nos rodea”.

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli

La historia está llena de gentes que, por miedo, ignorancia o ansia de poder han destruido tesoros de inconmensurable valor que realmente nos pertenecen. No debemos permitir que esto vuelva a ocurrir.

C. Sagan


“Tiranos y autócratas han entendido siempre que el alfabetismo, el conocimiento, los libros y los periódicos son un peligro en potencia. Pueden inculcar ideas independientes e incluso de rebelión en las cabezas de sus súbditos”, escribió Carl Sagan en 1995 en su ensayo “El mundo y sus demonios”.

Tres siglos antes, en la Inglaterra tardorenacentista, el poeta Samuel Butler advertía que una mente crédula “encuentra el mayor deleite en creer cosas extrañas y, cuanto más extrañas son, más fácil le resulta creerlas; pero nunca toma en consideración las que son sencillas y posibles, porque el mundo puede creerlas”, mientras Francis Bacon reconocía que el hombre es dado a creer lo que quiere o prefiere creer, aún si no es cierto, porque rechaza lo difícil; porque guarda silencio sobre aquello que puede menoscabar su esperanza; por arrogancia y falta de humildad y, entre muchas otras razones sí, también por superstición, como aquélla contra la que el propio Hipócrates de Cos hubo de luchar en la antigüedad, oponiendo a ella argumentos y procedimientos que al paso del tiempo formarían parte del método científico.


Pero nadie mejor que aquellos hombres que a lo largo de la historia tuvieron que enfrentar en carne propia el escarnio, el oprobio, la calumnia y el juicio inquisitorial por haberse atrevido a defender su verdad científica, como Sócrates -que al no retractarse de sus ideas fue condenado a morir bebiendo cicuta-; Copérnico -cuyos postulados y teoría heliocéntrica fueron censurados por la Iglesia Romana y sus obras incluidas entre los libros prohibidos en 1616-; Giordano Bruno -al que la Inquisición quemó en la hoguera por cuestionar los dogmas eclesiásticos en que se fincaba la Iglesia y sostener que vivíamos en un universo infinito- y Galileo Galilei, pues aún y cuando al paso de los siglos se les haya “reivindicado” -como sucedió en 1992 cuando la Iglesia reconoció que la Tierra giraba en torno al Sol y que Galileo, al que había declarado herético, obligó desconocer la teoría copernicana e hizo fulminante abjurar de sus ideas, estaba en lo correcto-, el daño estaba hecho.


¿Qué hizo sacrificar la verdad de estos científicos? El temor y la ignorancia prevalecientes en ciertos sectores de sus sociedades. El temor y la ignorancia palpitantes de quienes entonces ejercían y detentaban el poder, porque si algo detona la reacción irracional de un ser humano al sentirse acosado y atacado, es cuando éste se siente confrontado con su sistema de valores y creencias, pues cuando alguien ha vivido creyendo algo que termina siendo cuestionado, su mundo se viene abajo y se ve en la necesidad de reconstruirlo y no cualquiera es capaz de remontarlo. Muy pocos tienen la fuerza y la humildad para hacerlo, como lo hizo René Descartes, y lo grave es -como advirtió Sagan- que las consecuencias del “analfabetismo científico” son infinitamente más peligrosas en nuestra época que en cualquiera otra anterior, porque sí, trágicamente, los demonios no son cosa del pasado.


Hoy están desatados, como lo prueba el escarnio malévolo, injusto, ignominioso, de todos esos ignaros, algunos de carne y hueso, la mayoría bóticamente virtuales, que se han erigido alevosamente en contra de la autorizada voz emanada del claustro académico de nuestra máxima Casa de Estudios y del prestigiado posgrado de la Universidad de Harvard. Sí, me refiero a la doctora Laurie-Ann Ximénez Fyvie. La catedrática que día a día nos ha conminado y enseñado a ser conscientes, prudentes y preventivos frente al SarsCov2 y sus variantes. La ejemplar científica que desde el primer momento ha dado seguimiento al desarrollo de la pandemia, advirtiendo a la sociedad y al gobierno de los errores y fatales consecuencias que una errónea conducción de la política sanitaria puede infligir a una Nación, como ha sido nuestro caso. ¡Cuánto pesan sus declaraciones, cuánto duele que devele valerosamente la verdad!


Y al dolerme de cómo la falsa política sigue azuzando e imponiendo el velo de la anticiencia contra todo aquél que pueda cimbrar su discurso, aún y cuando el precio sea atentar contra la integridad de la propia sociedad, no puedo más que evocar al espíritu inmortal de Hipatia de Alejandría, filósofa neoplatónica, notable astrónoma y matemática, de quien se sabe anticipó el astrolabio, el hidroscopio y la calculadora electrónica, pero a la que la ignorancia, superstición, fanatismo y manipulación de un grupo de cristianos atrozmente inmoló hace mil quinientos años.


Sí, para la ciencia abrirse paso nunca ha sido fácil, mucho menos cuando en su propio seno llegan a existir “científicos” que se pliegan al poder aún a costa de falsear a la ciencia y a su verdad, sólo que esos no son hombres de ciencia sino abyectos mercenarios. Por eso concluyo con Sagan, para quien la educación en la ciencia y en el conocimiento y defensa de los derechos era prioritaria: “si somos incapaces de cuestionar a la autoridad, somos masilla pura en manos de los que ejercen el poder” y “en este mundo poseído por demonios… quizá eso sea lo único que nos aísla de la oscuridad que nos rodea”.

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli