/ sábado 25 de septiembre de 2021

El Código Penal de la Infamia

Señal de tener gastada la fama propia

es cuidar de la infamia ajena.

Baltasar Gracián


El autor: Michel Foucault, sólo que no se trata de un cuerpo jurídico común. El Código Penal de la Infamia foucaultiano está contenido y hunde sus raíces en las profundidades del alma humana, la misma que le inspiró para crear una de sus obras más reveladoras: “La vida de los hombres infames”, un texto antológico que acrecienta y renueva, cada día que pasa, su vigencia y actualidad, al posibilitarnos acceder a un caleidoscópico recorrido a través de las historias de hombres y mujeres, seres de carne y hueso, actores cotidianos, seres “mediocres”, “obscuros”, desgraciados y facinerosos, cuyas vidas ilegibles, “insubstanciales”, “que son como si no hubiesen existido”, por un instante se presentan con todo su esplendor, como diría Agamben, y es entonces cuando su existencia alcanza un punto climático, justo cuando chocan contra el poder, teniendo como base y fundamento de dicha colisión a la infamia que los marca y “arranca a la noche y al silencio”.

Sí, la misma infamia que, como alter ego fiel, ha acompañado al hombre desde el principio de los tiempos, permeando en todos los ámbitos de su existencia, hasta llegar a convertirse en el discurso por excelencia, al corresponder a la literatura llevar a cabo la verbalización de “lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable, lo desvergonzado”. Pero antes de ahondar en el pensamiento del gran filósofo francés, reflexionemos primero en su origen etimológico, procedente del vocablo latino “infamis”, integrado éste por la negación implícita en el prefijo “in” que antecede a la raíz “fa”, cuyo significado es “fama”, “renombre”, al que el sufijo “ia” añade un sentido de “cualidad”. “Fama”, a su vez, derivada del verbo griego “femì”: decir, del que emanan términos como eufemismo (el buen decir), blasfemia (el mal decir) e infante (el que no dice), ya que profundizar en dicho aspecto es esencial, ya que nos permite pulsar la íntima relación que guarda la infamia con la opinión dicha.

Y es que en la antigua Roma la dicotomía fama-infamia era ya clara. La primera, como reconocimiento público del honor de una persona; la infamia, como el menoscabo de su honor. De tal forma que la valoración que realizara la sociedad del honor de una persona era factor clave que incidía en la modificación del estado de ciudadanía y capacidad jurídica de un sujeto, lo que hizo necesario pronto que el honor ciudadano fuera objeto también de una tutela específica: la “iniuria”, y de que el derecho distinguiera entre la “infamia iuris” y la “infamia facti”. La primera, como resultado de la aplicación de la ley, castigando con la pérdida de la capacidad para testificar y jurar y, en caso de haber incurrido en infamia por haber ofendido gravemente a los padres, con su correspondiente desheredación, lo que en la España medieval implicaría además hacerse acreedor a algún tipo de mutilación corporal (oreja, nariz, mano, etc.). La segunda, por su parte, motivada ante alguna conducta contraria a la moral, al orden público y las buenas costumbres, implicando la pérdida del honor y de la fama como resultado de los juicios de la opinión pública y del poder público. Esta última, en la que ahondaré, ya que como Foucault subraya, el discurso del poder, al hacer enfático lo cotidiano, termina por engendrar monstruos.

Ello, porque desde el momento en que alguien delinque se enfrenta al cuerpo social del que se convierte en rival. ¿Cómo responde la sociedad? Con el castigo, cuya magnitud dependerá de la vulnerabilidad social: en tanto mayor ésta sea, el castigo será más duro, y en tanto la vulnerabilidad social sea menor, será menos severo, y aunque exista la prisión como forma universal, en realidad lo que predomina son los diversos modelos punitivos, entre los que destaca la infamia como “pena perfecta”, al constituirse en una reacción inmediata y espontánea de la sociedad y adecuarse con todo rigor a los principios de la penalidad. Hecho por el que afirma Foucault que una legislación es “óptima” y efectiva cuando la opinión pública “es lo suficientemente fuerte para castigar por sí misma los delitos”. Ahí su magistral ironía: “feliz el pueblo en el que el sentimiento del honor puede ser la única ley, pues no tiene prácticamente necesidad de legislación. Tal es el código penal de la infamia”.

Y podríamos caer en la trampa de creerlo, pero ¿realmente el fallo del tribunal de la opinión pública es efectivo? No, mucho menos cuando la cúpula al poder ejerce no sólo influencia sino ante todo enorme penetración a través de los medios. Hoy basta exhibir denostando el nombre o la imagen de una persona (por más méritos alcanzados que tenga) para que en un segundo toda su fama y honor sean estigmatizados y pulverizados, al ser transmutados en “infames”, enemigos sociales, mientras quien está en el poder se fortalece y solaza de su desgracia. Como dijo Machiavelli: “los hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia. Todos pueden ver, pocos comprender lo que ven”. Sí, muy pocos, y cada día son y pueden ser menos.



bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli

Señal de tener gastada la fama propia

es cuidar de la infamia ajena.

Baltasar Gracián


El autor: Michel Foucault, sólo que no se trata de un cuerpo jurídico común. El Código Penal de la Infamia foucaultiano está contenido y hunde sus raíces en las profundidades del alma humana, la misma que le inspiró para crear una de sus obras más reveladoras: “La vida de los hombres infames”, un texto antológico que acrecienta y renueva, cada día que pasa, su vigencia y actualidad, al posibilitarnos acceder a un caleidoscópico recorrido a través de las historias de hombres y mujeres, seres de carne y hueso, actores cotidianos, seres “mediocres”, “obscuros”, desgraciados y facinerosos, cuyas vidas ilegibles, “insubstanciales”, “que son como si no hubiesen existido”, por un instante se presentan con todo su esplendor, como diría Agamben, y es entonces cuando su existencia alcanza un punto climático, justo cuando chocan contra el poder, teniendo como base y fundamento de dicha colisión a la infamia que los marca y “arranca a la noche y al silencio”.

Sí, la misma infamia que, como alter ego fiel, ha acompañado al hombre desde el principio de los tiempos, permeando en todos los ámbitos de su existencia, hasta llegar a convertirse en el discurso por excelencia, al corresponder a la literatura llevar a cabo la verbalización de “lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable, lo desvergonzado”. Pero antes de ahondar en el pensamiento del gran filósofo francés, reflexionemos primero en su origen etimológico, procedente del vocablo latino “infamis”, integrado éste por la negación implícita en el prefijo “in” que antecede a la raíz “fa”, cuyo significado es “fama”, “renombre”, al que el sufijo “ia” añade un sentido de “cualidad”. “Fama”, a su vez, derivada del verbo griego “femì”: decir, del que emanan términos como eufemismo (el buen decir), blasfemia (el mal decir) e infante (el que no dice), ya que profundizar en dicho aspecto es esencial, ya que nos permite pulsar la íntima relación que guarda la infamia con la opinión dicha.

Y es que en la antigua Roma la dicotomía fama-infamia era ya clara. La primera, como reconocimiento público del honor de una persona; la infamia, como el menoscabo de su honor. De tal forma que la valoración que realizara la sociedad del honor de una persona era factor clave que incidía en la modificación del estado de ciudadanía y capacidad jurídica de un sujeto, lo que hizo necesario pronto que el honor ciudadano fuera objeto también de una tutela específica: la “iniuria”, y de que el derecho distinguiera entre la “infamia iuris” y la “infamia facti”. La primera, como resultado de la aplicación de la ley, castigando con la pérdida de la capacidad para testificar y jurar y, en caso de haber incurrido en infamia por haber ofendido gravemente a los padres, con su correspondiente desheredación, lo que en la España medieval implicaría además hacerse acreedor a algún tipo de mutilación corporal (oreja, nariz, mano, etc.). La segunda, por su parte, motivada ante alguna conducta contraria a la moral, al orden público y las buenas costumbres, implicando la pérdida del honor y de la fama como resultado de los juicios de la opinión pública y del poder público. Esta última, en la que ahondaré, ya que como Foucault subraya, el discurso del poder, al hacer enfático lo cotidiano, termina por engendrar monstruos.

Ello, porque desde el momento en que alguien delinque se enfrenta al cuerpo social del que se convierte en rival. ¿Cómo responde la sociedad? Con el castigo, cuya magnitud dependerá de la vulnerabilidad social: en tanto mayor ésta sea, el castigo será más duro, y en tanto la vulnerabilidad social sea menor, será menos severo, y aunque exista la prisión como forma universal, en realidad lo que predomina son los diversos modelos punitivos, entre los que destaca la infamia como “pena perfecta”, al constituirse en una reacción inmediata y espontánea de la sociedad y adecuarse con todo rigor a los principios de la penalidad. Hecho por el que afirma Foucault que una legislación es “óptima” y efectiva cuando la opinión pública “es lo suficientemente fuerte para castigar por sí misma los delitos”. Ahí su magistral ironía: “feliz el pueblo en el que el sentimiento del honor puede ser la única ley, pues no tiene prácticamente necesidad de legislación. Tal es el código penal de la infamia”.

Y podríamos caer en la trampa de creerlo, pero ¿realmente el fallo del tribunal de la opinión pública es efectivo? No, mucho menos cuando la cúpula al poder ejerce no sólo influencia sino ante todo enorme penetración a través de los medios. Hoy basta exhibir denostando el nombre o la imagen de una persona (por más méritos alcanzados que tenga) para que en un segundo toda su fama y honor sean estigmatizados y pulverizados, al ser transmutados en “infames”, enemigos sociales, mientras quien está en el poder se fortalece y solaza de su desgracia. Como dijo Machiavelli: “los hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia. Todos pueden ver, pocos comprender lo que ven”. Sí, muy pocos, y cada día son y pueden ser menos.



bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli