/ sábado 6 de febrero de 2021

El arte hace lo visible

Sentenció Paul Klee, el filósofo de la visibilidad, el cultor del color, el artista entre mundos, el visionario de la obra de arte, el pintor que elaboró su concepción estética a partir de una filosofía de la forma, como podemos constatar acudiendo a su texto “Confesión creativa” de 1920: “el arte no reproduce lo visible: hace lo visible”. Revelación en la que encontramos su teleología del arte, su finalidad, la razón de ser del proceso artístico, en la medida que es en el fondo primitivo de la creación donde se encuentra la clave del todo.

Y es que para el gran suizo-germánico, la relación objeto-artista nacía de la “deformación” que éste hace de la realidad natural, a partir de que las formas que sus ojos captan no son en verdad muestra de la esencia del proceso creador de la naturaleza. Había que distinguir, desde su criterio, entre dos ideas: la “naturaleza naturante” y la “naturaleza naturada”. Es decir, el mundo no era a sus ojos ni el verdadero ni el mejor, creía en la posibilidad de que existieran otros mundos. Por ello veía en su interior, hacia el pasado, prácticamente hasta llegar al inicio del proceso de la creación como génesis y, a partir de éste dirigía su atención al futuro, buscando los límites de la obra creadora, en el entendido de que dicho proceso era continuo (heráclito-heghelianamente) y que las formas terrenas adoptarían por fuerza en el futuro un aspecto distinto. Y por eso su mente lo hacía elucubrar en el espacio, en otros planetas, en otros tipos de vida, y estas inquietudes las plasmaba en el lienzo: creía que el arte no sólo muestra los límites de la vida cotidiana, sino también las visiones secretas que nacen en el mundo íntimo de su propio artista creador.

Es así como surgirá en él entonces el concepto de la visión creativa, en tanto camino para representar en el arte (como en su pintura) las formas de un mundo que podría ser posible, porque ya existe o porque podría existir. Merleau-Ponty, fiel seguidor de la estética kleeana, dirá que en el arte siempre queda algo de invisible dentro de lo visible, algo no representable dentro de lo representado, porque el cuerpo vidente no puede apropiarse de lo que ve: es un cuerpo al mismo tiempo vidente y visible, pero también visible y sensible. De ahí que sostenga que nadie antes que Klee había podido “soñar una línea”, porque ella misma visibiliza, como si fuera un bosquejo tridimensional, la génesis de las cosas. ¿Cómo es esto? La música es la razón. Klee dirá que el movimiento es el origen del cambio porque no hay artes espaciales: el tiempo es todo. El espacio es tiempo y la pintura es tiempo: “cuando un punto se empieza a mover y se convierte en una línea, emplea tiempo. Lo mismo cuando una línea que se mueve produce un plano o cuando planos que se mueven producen espacio”. Era sin duda la voz de aquel niño virtuoso del violín que en su adultez optó por la pintura.

Pero aún faltaba un encuentro vital y éste se dio en África. Klee dejó el blanco y el negro y se fundió en el color, del que fue uno de sus mayores teóricos y del que proclamó sacralmente: “el color y yo somos uno. No necesito apropiarme de él. Me ha tomado para siempre, lo sé. Éste es el significado de esta hora feliz: somos una sola cosa el color y yo. Soy pintor”. A partir de entonces su arte explota en una caleidoscópica y fantástica policromía. Como maestro en la Bauhaus por invitación de Gropius, fue admirado y adorado por sus alumnos, que un día lo festejaron dejando caer en su hogar múltiples flores desde un avión. Su clase era una cátedra de inspiración, producto de un espíritu libertario: “el movimiento libre es casi un deber moral”, proclamaba. Las reglas en el arte no estaban hechas para él. Tampoco las de la política: en 1933 el régimen nazi confiscó sus obras, a las que declaró “subversivas”, producto de un “judío bolchevique”, pero este intento de censura nazista, en vez de acallarlo lo impulsó a pintar más, febrilmente. De sobra sabía que “el genio es el defecto en el sistema”, y él lo era, como lo prueban sus casi cuatro mil páginas de apuntes de clase que constituyen la mejor teoría del color de la época contemporánea.

Muchos críticos lo han declarado exponente del abstraccionismo, cubismo, surrealismo y existencialismo, pero también un exponente del infantilismo en el arte y esto, lejos de demeritarlo, lo engrandece, porque él sabía que el verdadero arte se advierte en las obras de los niños y “la finalidad de un cuadro es hacernos felices”. Por algo el propio Heidegger dirá décadas después a Petzet: en la obra de Klee, el arte se transforma, “algo se ha cumplido que nosotros todavía no alcanzamos a ver”.

\u0009Su último cuadro fue un florero, luminoso, contrastante, frente a la vasta producción plástica abstracta y de tonos sombríos que le había caracterizado durante mucho tiempo. Lo llamó Flores del crepúsculo y él mismo lo colgó en la que sería su última exposición. Un par de semanas después murió. Tal vez sabía que su fin estaba cercano y decidió despedirse de la vida y recibir a la muerte con su mayor tributo: el color.


bettyzanollli@gmail.com @BettyZanolli

Sentenció Paul Klee, el filósofo de la visibilidad, el cultor del color, el artista entre mundos, el visionario de la obra de arte, el pintor que elaboró su concepción estética a partir de una filosofía de la forma, como podemos constatar acudiendo a su texto “Confesión creativa” de 1920: “el arte no reproduce lo visible: hace lo visible”. Revelación en la que encontramos su teleología del arte, su finalidad, la razón de ser del proceso artístico, en la medida que es en el fondo primitivo de la creación donde se encuentra la clave del todo.

Y es que para el gran suizo-germánico, la relación objeto-artista nacía de la “deformación” que éste hace de la realidad natural, a partir de que las formas que sus ojos captan no son en verdad muestra de la esencia del proceso creador de la naturaleza. Había que distinguir, desde su criterio, entre dos ideas: la “naturaleza naturante” y la “naturaleza naturada”. Es decir, el mundo no era a sus ojos ni el verdadero ni el mejor, creía en la posibilidad de que existieran otros mundos. Por ello veía en su interior, hacia el pasado, prácticamente hasta llegar al inicio del proceso de la creación como génesis y, a partir de éste dirigía su atención al futuro, buscando los límites de la obra creadora, en el entendido de que dicho proceso era continuo (heráclito-heghelianamente) y que las formas terrenas adoptarían por fuerza en el futuro un aspecto distinto. Y por eso su mente lo hacía elucubrar en el espacio, en otros planetas, en otros tipos de vida, y estas inquietudes las plasmaba en el lienzo: creía que el arte no sólo muestra los límites de la vida cotidiana, sino también las visiones secretas que nacen en el mundo íntimo de su propio artista creador.

Es así como surgirá en él entonces el concepto de la visión creativa, en tanto camino para representar en el arte (como en su pintura) las formas de un mundo que podría ser posible, porque ya existe o porque podría existir. Merleau-Ponty, fiel seguidor de la estética kleeana, dirá que en el arte siempre queda algo de invisible dentro de lo visible, algo no representable dentro de lo representado, porque el cuerpo vidente no puede apropiarse de lo que ve: es un cuerpo al mismo tiempo vidente y visible, pero también visible y sensible. De ahí que sostenga que nadie antes que Klee había podido “soñar una línea”, porque ella misma visibiliza, como si fuera un bosquejo tridimensional, la génesis de las cosas. ¿Cómo es esto? La música es la razón. Klee dirá que el movimiento es el origen del cambio porque no hay artes espaciales: el tiempo es todo. El espacio es tiempo y la pintura es tiempo: “cuando un punto se empieza a mover y se convierte en una línea, emplea tiempo. Lo mismo cuando una línea que se mueve produce un plano o cuando planos que se mueven producen espacio”. Era sin duda la voz de aquel niño virtuoso del violín que en su adultez optó por la pintura.

Pero aún faltaba un encuentro vital y éste se dio en África. Klee dejó el blanco y el negro y se fundió en el color, del que fue uno de sus mayores teóricos y del que proclamó sacralmente: “el color y yo somos uno. No necesito apropiarme de él. Me ha tomado para siempre, lo sé. Éste es el significado de esta hora feliz: somos una sola cosa el color y yo. Soy pintor”. A partir de entonces su arte explota en una caleidoscópica y fantástica policromía. Como maestro en la Bauhaus por invitación de Gropius, fue admirado y adorado por sus alumnos, que un día lo festejaron dejando caer en su hogar múltiples flores desde un avión. Su clase era una cátedra de inspiración, producto de un espíritu libertario: “el movimiento libre es casi un deber moral”, proclamaba. Las reglas en el arte no estaban hechas para él. Tampoco las de la política: en 1933 el régimen nazi confiscó sus obras, a las que declaró “subversivas”, producto de un “judío bolchevique”, pero este intento de censura nazista, en vez de acallarlo lo impulsó a pintar más, febrilmente. De sobra sabía que “el genio es el defecto en el sistema”, y él lo era, como lo prueban sus casi cuatro mil páginas de apuntes de clase que constituyen la mejor teoría del color de la época contemporánea.

Muchos críticos lo han declarado exponente del abstraccionismo, cubismo, surrealismo y existencialismo, pero también un exponente del infantilismo en el arte y esto, lejos de demeritarlo, lo engrandece, porque él sabía que el verdadero arte se advierte en las obras de los niños y “la finalidad de un cuadro es hacernos felices”. Por algo el propio Heidegger dirá décadas después a Petzet: en la obra de Klee, el arte se transforma, “algo se ha cumplido que nosotros todavía no alcanzamos a ver”.

\u0009Su último cuadro fue un florero, luminoso, contrastante, frente a la vasta producción plástica abstracta y de tonos sombríos que le había caracterizado durante mucho tiempo. Lo llamó Flores del crepúsculo y él mismo lo colgó en la que sería su última exposición. Un par de semanas después murió. Tal vez sabía que su fin estaba cercano y decidió despedirse de la vida y recibir a la muerte con su mayor tributo: el color.


bettyzanollli@gmail.com @BettyZanolli