/ domingo 14 de noviembre de 2021

Del arte, el artista y el poder

Estamos en pleno siglo XVIII y en el centro de Europa se eleva una voz que clama contra la armonía, el contrapunto y la fuga, a los que califica como manifestaciones de la presencia “barbárica” en el arte euterpiano. Esta voz pertenece a un compositor y amante de la música, el ilustre pedagogo y filósofo ginebrino Juan Jacobo Rousseau, el hombre que consideraba al canto monódico como el elemento más puro, símbolo de lo auténtico y esencia de la música.


Todo el resto, comprendido el cúmulo de reglas, la superposición de voces, el intrincado desarrollo de los temas a partir de sujetos, contrasujetos, reexposiciones, “stretti”, “cadenze”, no eran -a su juicio- sino manifestaciones antinatura, producto de la “invención gótica”. Argumentos que dejó plasmados en los múltiples textos que sobre la música encontramos de él en la “Enciclopédie”. Sin embargo, junto a su voz, había otras que cuestionaban sus planteamientos. La principal provenía de Jean-Philippe Rameau quien, a diferencia de Rousseau, creía que el arte de Orfeo era animado por un orden “divino” del que procedían las reglas de la armonía. Contraposición filosófica y musical la de estos personajes que reflejaba el choque de dos visiones: una “simple” y natural y otra sistemática y metódica y que, al migrar a la ópera, dio lugar a lo que la historia ha denominado la “querelle des bouffons”.


La mayor parte de los estudiosos sostienen que fue en 1752 cuando dio inicio. Sin embargo, sus raíces se hunden en la década de los años treinta, cuando uno de los más grandes operistas italianos de la época, Giovanni Battista Pergolesi, estrenó con una compañía de “buffoni” su más célebre “intermezzo”, la ópera cómica “La serva padrona”. Autor y obra que habrán de inspirar a Rousseau, de evidente inclinación italianística, la elaboración de una ópera en un acto: “Le Devin du village”. A partir de ese momento, el debate se centra entre el estilo italiano de la “opera seria” y “buffa” y el de la “tragédie musicale”, hasta entonces representada por Rameau, así como por el legado operístico del originario de Florencia de nombre Jean Baptiste Lully (Giovanni Battista Lulli), el creador de “Les Vingt-quatre Violons du Roi”, el titular de la Academia Real de la Música, el mismo que había opuesto a la obertura italiana (allegro-adagio-allegro) la obertura a la francesa (adagio-allegro-adagio), el que había hecho bailar al rey Luis XIV, a la reina y a la corte y que, junto con Molière, había sido el creador del género al que llamó la “tragédie lyrique”.


Pero años antes, en el siglo XVII, ya habían ocurrido otras “querelles”, la de los clásicos y modernos (“des Anciens et des Modernes”), que de Italia y Francia se extendió al resto de Europa. En Francia, los clásicos con Boileau a la cabeza, como defensores de la herencia de la antigüedad, mientras que los modernos con Charles Perrault, en su mayoría poetas galantes, buscaban una literatura de formas nuevas. Y las querellas seguirán. En la década de los setenta, sobrevendrá la que encarnan el germano Christoph Willibald Gluck y el napolitano Niccolò Piccini: es la “querelle des Gluckistes et des Piccinnistes”. Gluck defendiendo a la ópera francesa y Piccini a la italiana. La pugna entre ambos, atizada por sus respectivos partidarios, se resolverá en el campo de la creación. Cada uno desarrolló una ópera a partir de un mismo tema en dos ocasiones, la segunda de ellas sobre la tragedia lírica de “Ifigenia en Táuride” de Alphonse du Congé Dubreuil.


Y me pregunto ¿realmente animaba a todos estos personajes una cuestión artística, estética y conceptual? En el fondo había una gran motivación política. No eran sólo dos concepciones estéticas en juego en cada caso, eran luchas de poder tanto en el seno mismo de las respectivas naciones como entre las culturas, en las que pervivía una rivalidad ancestral, como en el caso francés e italiano. Prueba de ello: en la querella bufónica, la rivalidad llegó a la corte, y mientras Luis XV y Madame de Pompadour se inclinan hacia la postura de Rameau, la propia reina, María Leszczyńska, apoya a Rousseau y se dice “bufonista”, tal y como más tarde a Gluck lo habrá de respaldar la reina María Antonieta. A su vez, muchos enciclopedistas tomarán el partido roussoniano y sólo algunos, como Diderot y D’Alembert, se inclinarán por Rameau: por principio tenían que apoyar la ópera cómica italiana y cuestionar la tragedia musical francesa. Ésta era el símbolo máximo de una monarquía decadente.


Sí, existen innumerables formas por las cuales el arte puede vincularse con el poder, ya que la naturaleza de los filamentos de éste es múltiple y su ejercicio, en consecuencia, permea todos los ámbitos de la vida, desde los más elementales hasta los más complejos en el seno mismo del ápice crático. Y existen muchos artistas que también se inclinan ante el poder, sólo que estos no son verdaderos artistas. Lo dijo Uberto Zanolli: “el arte es egoísta, no conoce medias tintas. Quiere todo para todo donar. ¡Guay al que de él hace un menester!”.


bettyzanolli@gmail.com


@BettyZanolli

Estamos en pleno siglo XVIII y en el centro de Europa se eleva una voz que clama contra la armonía, el contrapunto y la fuga, a los que califica como manifestaciones de la presencia “barbárica” en el arte euterpiano. Esta voz pertenece a un compositor y amante de la música, el ilustre pedagogo y filósofo ginebrino Juan Jacobo Rousseau, el hombre que consideraba al canto monódico como el elemento más puro, símbolo de lo auténtico y esencia de la música.


Todo el resto, comprendido el cúmulo de reglas, la superposición de voces, el intrincado desarrollo de los temas a partir de sujetos, contrasujetos, reexposiciones, “stretti”, “cadenze”, no eran -a su juicio- sino manifestaciones antinatura, producto de la “invención gótica”. Argumentos que dejó plasmados en los múltiples textos que sobre la música encontramos de él en la “Enciclopédie”. Sin embargo, junto a su voz, había otras que cuestionaban sus planteamientos. La principal provenía de Jean-Philippe Rameau quien, a diferencia de Rousseau, creía que el arte de Orfeo era animado por un orden “divino” del que procedían las reglas de la armonía. Contraposición filosófica y musical la de estos personajes que reflejaba el choque de dos visiones: una “simple” y natural y otra sistemática y metódica y que, al migrar a la ópera, dio lugar a lo que la historia ha denominado la “querelle des bouffons”.


La mayor parte de los estudiosos sostienen que fue en 1752 cuando dio inicio. Sin embargo, sus raíces se hunden en la década de los años treinta, cuando uno de los más grandes operistas italianos de la época, Giovanni Battista Pergolesi, estrenó con una compañía de “buffoni” su más célebre “intermezzo”, la ópera cómica “La serva padrona”. Autor y obra que habrán de inspirar a Rousseau, de evidente inclinación italianística, la elaboración de una ópera en un acto: “Le Devin du village”. A partir de ese momento, el debate se centra entre el estilo italiano de la “opera seria” y “buffa” y el de la “tragédie musicale”, hasta entonces representada por Rameau, así como por el legado operístico del originario de Florencia de nombre Jean Baptiste Lully (Giovanni Battista Lulli), el creador de “Les Vingt-quatre Violons du Roi”, el titular de la Academia Real de la Música, el mismo que había opuesto a la obertura italiana (allegro-adagio-allegro) la obertura a la francesa (adagio-allegro-adagio), el que había hecho bailar al rey Luis XIV, a la reina y a la corte y que, junto con Molière, había sido el creador del género al que llamó la “tragédie lyrique”.


Pero años antes, en el siglo XVII, ya habían ocurrido otras “querelles”, la de los clásicos y modernos (“des Anciens et des Modernes”), que de Italia y Francia se extendió al resto de Europa. En Francia, los clásicos con Boileau a la cabeza, como defensores de la herencia de la antigüedad, mientras que los modernos con Charles Perrault, en su mayoría poetas galantes, buscaban una literatura de formas nuevas. Y las querellas seguirán. En la década de los setenta, sobrevendrá la que encarnan el germano Christoph Willibald Gluck y el napolitano Niccolò Piccini: es la “querelle des Gluckistes et des Piccinnistes”. Gluck defendiendo a la ópera francesa y Piccini a la italiana. La pugna entre ambos, atizada por sus respectivos partidarios, se resolverá en el campo de la creación. Cada uno desarrolló una ópera a partir de un mismo tema en dos ocasiones, la segunda de ellas sobre la tragedia lírica de “Ifigenia en Táuride” de Alphonse du Congé Dubreuil.


Y me pregunto ¿realmente animaba a todos estos personajes una cuestión artística, estética y conceptual? En el fondo había una gran motivación política. No eran sólo dos concepciones estéticas en juego en cada caso, eran luchas de poder tanto en el seno mismo de las respectivas naciones como entre las culturas, en las que pervivía una rivalidad ancestral, como en el caso francés e italiano. Prueba de ello: en la querella bufónica, la rivalidad llegó a la corte, y mientras Luis XV y Madame de Pompadour se inclinan hacia la postura de Rameau, la propia reina, María Leszczyńska, apoya a Rousseau y se dice “bufonista”, tal y como más tarde a Gluck lo habrá de respaldar la reina María Antonieta. A su vez, muchos enciclopedistas tomarán el partido roussoniano y sólo algunos, como Diderot y D’Alembert, se inclinarán por Rameau: por principio tenían que apoyar la ópera cómica italiana y cuestionar la tragedia musical francesa. Ésta era el símbolo máximo de una monarquía decadente.


Sí, existen innumerables formas por las cuales el arte puede vincularse con el poder, ya que la naturaleza de los filamentos de éste es múltiple y su ejercicio, en consecuencia, permea todos los ámbitos de la vida, desde los más elementales hasta los más complejos en el seno mismo del ápice crático. Y existen muchos artistas que también se inclinan ante el poder, sólo que estos no son verdaderos artistas. Lo dijo Uberto Zanolli: “el arte es egoísta, no conoce medias tintas. Quiere todo para todo donar. ¡Guay al que de él hace un menester!”.


bettyzanolli@gmail.com


@BettyZanolli