/ sábado 9 de julio de 2022

Cuento de verano

Kantun Chi es un parque de turismo ecológico en la Riviera Maya que agrupa varios tipos de cenotes. Se ubica junto a la autopista que conduce de Playa del Carmen a Tulum, a poca distancia de la entrada a Puerto Aventuras, sobre la ruta del Tren Maya que tanta controversia causa por estos tiempos.

Hace unos buenos años vacacionábamos con la familia y decidimos dar un paseo por uno de sus cenotes cubiertos. El guía, que para el caso llamaré Felipe, nos explicó las medidas necesarias para preservar el equilibrio milenario de las grutas inundadas de agua dulce. Entre ellas, no emplear tipo alguno de bloqueador o crema solar. También nos ayudó a enfundarnos los trajes de neopreno y chalecos salvavidas antes de enfilar hacia las profundidades de la tierra entre pozas cristalinas y corredores de piedra caliza.

Karla, mi esposa, iba adelante con Lucía, mi hija mayor que tendría unos seis años, mientras yo cargaba con Jaime, el menor, quien había cumplido ya dos o tres. A lo largo del recorrido, Felipe alumbraba las cavernas con su linterna, encendía la generosa iluminación artificial y nos daba explicaciones sobre los diferentes tipos de formaciones calcáreas de ese pequeño Xibalbá.

En una pausa, sumergidos hasta la cintura en el agua que fluía por los túneles y los niños encaramados en un kayak de plástico, nos acercamos a un grupo de columnas de piedra caliza formadas por la unión de estalactitas y estalagmitas. El guía nos pidió, de la manera más educada, que evitáramos a toda costa tocar estas formaciones que nacían del techo o del suelo.

–Si las tocan con sus manos, –aseveró muy serio– no crecerán nunca más.

Luego, con un gesto teatral nos pidió deslizarnos a través de una oquedad en la pared. Yo me quedé de último para pasar a los niños a través del hueco.

–¿Cómo es esto de que no crecen más? –le pregunté a Felipe mientras Karla, Jaime y Lucía proseguían en la avanzadilla.

Me contó que la grasa corporal de nuestros dedos se adhiere de manera invisible a la punta de las estalagtitas e impide que los restos calcáreos, transportados a lo largo de los siglos por el agua a través de su fuste hasta la punta, se asienten y le den muy poco a poco mayor volumen. Un proceso realizado por la naturaleza a lo largo de milenios para crear cada una de esas formas se interrumpiría, literalmente, por la mano del hombre.

–Se quedarían así, del tamaño que usted las ve ahora –remató.

Tras nuestro catábasis maya, regresamos a la superficie, donde recuperamos nuestra temperatura corporal y regresamos el equipo de buzos.

Recuerdo que esa noche, tras el imperdible albercazo y con la piel tostada por el sol, cenamos con los niños en uno de los restaurantes del hotel. Lucía cuchareaba su sopa con desgano mafaldino. Había estado algo callada durante en la tarde, como si no se atreviera a confesar algo imperdonable; por lo general comía a buen ritmo, aun la sopa de verduras.

–Vamos, hay que alimentarse bien para crecer, –dije para espolearla. Ella dejó caer la cuchara sobre la mesa.– ¿Qué pasa, chaparrita?

–Papá, es que yo no voy a crecer más... –respondió a punto de llorar.

–¿Por qué?

–Porque toqué una estalactita.

No pude aguantar la carcajada. Le di la versión completa de las palabras de Felipe, pues estaba claro que ella no había alcanzado a escucharla. Al rato devoraba contenta su cena. Aunque, debo concluir este relato certificando que hoy, a sus 19 años, Luci apenas llega al metro con sesenta centímetros…


Nota final: esta sección se va de vacaciones (así como su autor) pero amenaza regresar dentro de dos semanas.

Comentarios a mi correo electrónico: panquevadas@gmail.com

Kantun Chi es un parque de turismo ecológico en la Riviera Maya que agrupa varios tipos de cenotes. Se ubica junto a la autopista que conduce de Playa del Carmen a Tulum, a poca distancia de la entrada a Puerto Aventuras, sobre la ruta del Tren Maya que tanta controversia causa por estos tiempos.

Hace unos buenos años vacacionábamos con la familia y decidimos dar un paseo por uno de sus cenotes cubiertos. El guía, que para el caso llamaré Felipe, nos explicó las medidas necesarias para preservar el equilibrio milenario de las grutas inundadas de agua dulce. Entre ellas, no emplear tipo alguno de bloqueador o crema solar. También nos ayudó a enfundarnos los trajes de neopreno y chalecos salvavidas antes de enfilar hacia las profundidades de la tierra entre pozas cristalinas y corredores de piedra caliza.

Karla, mi esposa, iba adelante con Lucía, mi hija mayor que tendría unos seis años, mientras yo cargaba con Jaime, el menor, quien había cumplido ya dos o tres. A lo largo del recorrido, Felipe alumbraba las cavernas con su linterna, encendía la generosa iluminación artificial y nos daba explicaciones sobre los diferentes tipos de formaciones calcáreas de ese pequeño Xibalbá.

En una pausa, sumergidos hasta la cintura en el agua que fluía por los túneles y los niños encaramados en un kayak de plástico, nos acercamos a un grupo de columnas de piedra caliza formadas por la unión de estalactitas y estalagmitas. El guía nos pidió, de la manera más educada, que evitáramos a toda costa tocar estas formaciones que nacían del techo o del suelo.

–Si las tocan con sus manos, –aseveró muy serio– no crecerán nunca más.

Luego, con un gesto teatral nos pidió deslizarnos a través de una oquedad en la pared. Yo me quedé de último para pasar a los niños a través del hueco.

–¿Cómo es esto de que no crecen más? –le pregunté a Felipe mientras Karla, Jaime y Lucía proseguían en la avanzadilla.

Me contó que la grasa corporal de nuestros dedos se adhiere de manera invisible a la punta de las estalagtitas e impide que los restos calcáreos, transportados a lo largo de los siglos por el agua a través de su fuste hasta la punta, se asienten y le den muy poco a poco mayor volumen. Un proceso realizado por la naturaleza a lo largo de milenios para crear cada una de esas formas se interrumpiría, literalmente, por la mano del hombre.

–Se quedarían así, del tamaño que usted las ve ahora –remató.

Tras nuestro catábasis maya, regresamos a la superficie, donde recuperamos nuestra temperatura corporal y regresamos el equipo de buzos.

Recuerdo que esa noche, tras el imperdible albercazo y con la piel tostada por el sol, cenamos con los niños en uno de los restaurantes del hotel. Lucía cuchareaba su sopa con desgano mafaldino. Había estado algo callada durante en la tarde, como si no se atreviera a confesar algo imperdonable; por lo general comía a buen ritmo, aun la sopa de verduras.

–Vamos, hay que alimentarse bien para crecer, –dije para espolearla. Ella dejó caer la cuchara sobre la mesa.– ¿Qué pasa, chaparrita?

–Papá, es que yo no voy a crecer más... –respondió a punto de llorar.

–¿Por qué?

–Porque toqué una estalactita.

No pude aguantar la carcajada. Le di la versión completa de las palabras de Felipe, pues estaba claro que ella no había alcanzado a escucharla. Al rato devoraba contenta su cena. Aunque, debo concluir este relato certificando que hoy, a sus 19 años, Luci apenas llega al metro con sesenta centímetros…


Nota final: esta sección se va de vacaciones (así como su autor) pero amenaza regresar dentro de dos semanas.

Comentarios a mi correo electrónico: panquevadas@gmail.com

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