/ sábado 21 de agosto de 2021

Cuándo muere la dignidad de un pueblo

Ronald Myles Dworkin, uno de los más importantes filósofos del derecho contemporáneo y catedrático de derecho constitucional, formado en las Universidades de Harvard y Oxford, publicó en 2011 una obra emblemática: “Justicia para erizos”, inspirado en una sentencia del poeta griego Arquíloco: el zorro sabe muchas cosas, el erizo sabe una, pero grande. Su objetivo: presentar su tesis sobre la unidad del valor, enfocada en los valores éticos y morales, a fin de describir cómo es el vivir bien y lo que se debe hacer o no hacer a otros si queremos vivir bien. Teoría filosófica que, en realidad, ofrecía un “modo de vivir”, en el cual lo ético (en relación con uno) estaba vinculado al modo como deberíamos vivir nosotros mismos y lo moral (en relación con los otros) al modo como deberíamos tratar a los demás, a fin de poder alcanzar una vida auténtica y de autorrespeto, es decir no vil o degradante y fincada en la dignidad.

De autorrespeto, por cuanto a que cada persona debe responsabilizarse de su propia vida; de autenticidad, por cuanto tiene la persona la responsabilidad de crear dicha vida anhelada. En pocas palabras, toda persona está, a su juicio, sujeta a una doble responsabilidad de naturaleza objetiva: la de tomar en serio su vida y la de asumir su responsabilidad ética de tomar sus propias decisiones. Sin embargo, la ética impone también una moral, tal y como Kant lo advirtió -apuntaba el filósofo- al señalar que no se podría vivir con dignidad mientras no se respetara a los otros, al ser el hombre un fin en sí mismo y no un simple medio, o como en el ámbito de la medicina lo sentenciara el propio Hipócrates: nadie debe dañar a los demás, es decir: un esencial y fundamental respeto mutuo.

Para ejemplificarlo, Dworkin alude al caso de la mentira, desde el momento en que se daña mintiendo, al ser la mentira un acto de corrupción. Tu mentira me daña -dirá- porque al corromper mi responsabilidad insultas a mi dignidad, pero además y en espejo: también te dañas a ti, “porque el insulto a mi dignidad pone en riesgo el respeto que deberías tener por ti mismo”. Fenómeno que, de igual forma, tiene lugar en la vida política, que exige el respeto a los derechos individuales. Por ello, para la sociedad civil contar con un gobierno colectivo coactivo, que garantice el orden y la eficiencia, es esencial si se aspira a una vida buena y a un vivir bien, es decir, con dignidad. Lo contrario a ello, la anarquía, implicaría “el fin absoluto de la dignidad”. Sin embargo, un gobierno coactivo puede también representar una amenaza al “hacer imposible esa dignidad”. De ahí su concepto sobre el “deber de respeto”, en tanto exigencia a que “el gobierno trate a sus gobernados con igual consideración” y de que el Estado respete “las responsabilidades éticas de sus ciudadanos”, ya que la autoridad carece de poder y autoridad morales para imponer cualquier tipo de obligación a la sociedad cuando no trata a sus miembros con igual consideración y respeto, al ser justo este respeto el principio de legitimidad y fuente de todo derecho político. En consecuencia, toda mentira, calumnia, discriminación, denostación, ataque, menoscabo, ultraje, emanados de la autoridad devienen en afrentas superiores contra la dignidad social, pero también son autogolpes directos contra su propia dignidad.

Sólo en una democracia madura es donde el gobierno trata con igual consideración a todos y cada uno de sus ciudadanos y reconoce sus libertades legítimas para “definir una vida exitosa para sí mismos” y ser tratados como seres humanos, puesto que nada podría ser mayormente violatorio de la dignidad humana que el estar sometidos a un gobierno que fomente la “presunta superioridad” de un grupo sobre otro. Actitudes éstas que, a juicio de Dworkin, son las “más horrorosamente evidentes en el genocidio”, al constituirse en manifestaciones del desprecio de quien, desde el poder, goza al humillar a sus víctimas, ya que ninguna nación que tolere, y menos que fomente, la degradación entre sus ciudadanos es respetuosa de la dignidad humana.

Todo acto, palabra y discurso que promuevan la disrupción del tejido social, además de dividir y confrontar, de incentivar la desconfianza y desunión y ser alimentos que envilecen y dan vida al odio entre sus miembros, se convierten en células madre de un nuevo y grave lenguaje fractal, cismático y estimagtizante, que además de neoidentificar a todo aquello que se repudia y desprecia, destruye la valía, reciprocidad y solidaridad de la sociedad que un día llegó a ser una Nación. Y es que la dignidad de un pueblo sucumbe no sólo cuando los ciudadanos perdemos nuestro propio autorrespeto y autenticidad, nuestra autoestima y autoaprecio. Fenece cuando se lo perdemos a los demás y muere cuando permitimos que el gobierno quebrante su “deber de respeto” hacia toda diversidad, cuando toleramos que pulverice los derechos, cuando constatamos cómo hace expirar al Estado de Derecho y, sobre todo, cuando activa o impávidamente participamos de su linchamiento social.



bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

Ronald Myles Dworkin, uno de los más importantes filósofos del derecho contemporáneo y catedrático de derecho constitucional, formado en las Universidades de Harvard y Oxford, publicó en 2011 una obra emblemática: “Justicia para erizos”, inspirado en una sentencia del poeta griego Arquíloco: el zorro sabe muchas cosas, el erizo sabe una, pero grande. Su objetivo: presentar su tesis sobre la unidad del valor, enfocada en los valores éticos y morales, a fin de describir cómo es el vivir bien y lo que se debe hacer o no hacer a otros si queremos vivir bien. Teoría filosófica que, en realidad, ofrecía un “modo de vivir”, en el cual lo ético (en relación con uno) estaba vinculado al modo como deberíamos vivir nosotros mismos y lo moral (en relación con los otros) al modo como deberíamos tratar a los demás, a fin de poder alcanzar una vida auténtica y de autorrespeto, es decir no vil o degradante y fincada en la dignidad.

De autorrespeto, por cuanto a que cada persona debe responsabilizarse de su propia vida; de autenticidad, por cuanto tiene la persona la responsabilidad de crear dicha vida anhelada. En pocas palabras, toda persona está, a su juicio, sujeta a una doble responsabilidad de naturaleza objetiva: la de tomar en serio su vida y la de asumir su responsabilidad ética de tomar sus propias decisiones. Sin embargo, la ética impone también una moral, tal y como Kant lo advirtió -apuntaba el filósofo- al señalar que no se podría vivir con dignidad mientras no se respetara a los otros, al ser el hombre un fin en sí mismo y no un simple medio, o como en el ámbito de la medicina lo sentenciara el propio Hipócrates: nadie debe dañar a los demás, es decir: un esencial y fundamental respeto mutuo.

Para ejemplificarlo, Dworkin alude al caso de la mentira, desde el momento en que se daña mintiendo, al ser la mentira un acto de corrupción. Tu mentira me daña -dirá- porque al corromper mi responsabilidad insultas a mi dignidad, pero además y en espejo: también te dañas a ti, “porque el insulto a mi dignidad pone en riesgo el respeto que deberías tener por ti mismo”. Fenómeno que, de igual forma, tiene lugar en la vida política, que exige el respeto a los derechos individuales. Por ello, para la sociedad civil contar con un gobierno colectivo coactivo, que garantice el orden y la eficiencia, es esencial si se aspira a una vida buena y a un vivir bien, es decir, con dignidad. Lo contrario a ello, la anarquía, implicaría “el fin absoluto de la dignidad”. Sin embargo, un gobierno coactivo puede también representar una amenaza al “hacer imposible esa dignidad”. De ahí su concepto sobre el “deber de respeto”, en tanto exigencia a que “el gobierno trate a sus gobernados con igual consideración” y de que el Estado respete “las responsabilidades éticas de sus ciudadanos”, ya que la autoridad carece de poder y autoridad morales para imponer cualquier tipo de obligación a la sociedad cuando no trata a sus miembros con igual consideración y respeto, al ser justo este respeto el principio de legitimidad y fuente de todo derecho político. En consecuencia, toda mentira, calumnia, discriminación, denostación, ataque, menoscabo, ultraje, emanados de la autoridad devienen en afrentas superiores contra la dignidad social, pero también son autogolpes directos contra su propia dignidad.

Sólo en una democracia madura es donde el gobierno trata con igual consideración a todos y cada uno de sus ciudadanos y reconoce sus libertades legítimas para “definir una vida exitosa para sí mismos” y ser tratados como seres humanos, puesto que nada podría ser mayormente violatorio de la dignidad humana que el estar sometidos a un gobierno que fomente la “presunta superioridad” de un grupo sobre otro. Actitudes éstas que, a juicio de Dworkin, son las “más horrorosamente evidentes en el genocidio”, al constituirse en manifestaciones del desprecio de quien, desde el poder, goza al humillar a sus víctimas, ya que ninguna nación que tolere, y menos que fomente, la degradación entre sus ciudadanos es respetuosa de la dignidad humana.

Todo acto, palabra y discurso que promuevan la disrupción del tejido social, además de dividir y confrontar, de incentivar la desconfianza y desunión y ser alimentos que envilecen y dan vida al odio entre sus miembros, se convierten en células madre de un nuevo y grave lenguaje fractal, cismático y estimagtizante, que además de neoidentificar a todo aquello que se repudia y desprecia, destruye la valía, reciprocidad y solidaridad de la sociedad que un día llegó a ser una Nación. Y es que la dignidad de un pueblo sucumbe no sólo cuando los ciudadanos perdemos nuestro propio autorrespeto y autenticidad, nuestra autoestima y autoaprecio. Fenece cuando se lo perdemos a los demás y muere cuando permitimos que el gobierno quebrante su “deber de respeto” hacia toda diversidad, cuando toleramos que pulverice los derechos, cuando constatamos cómo hace expirar al Estado de Derecho y, sobre todo, cuando activa o impávidamente participamos de su linchamiento social.



bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli