/ sábado 16 de abril de 2022

¿Ante el fin de la democracia?

La historia de la humanidad es reveladora: el ser humano termina engulléndose a sí mismo. Lo dijo Hobbes, pero también muchos otros, como sucedió a finales del siglo XIX con Anatole France (Anatole François Thibault) en su obra “Les Dieux ont soif” (“Los dioses tienen sed”), al sentenciar que la revolución habría devorado a sus propios hijos.

\u0009Su novela, inspirada en la Revolución Francesa, revivirá los aciagos momentos acaecidos durante la crítica fase del “Terror”. Évariste Gamelin es el joven protagonista: hombre sencillo, honrado, que poco a poco se transforma hasta convertirse en un ser de tintes monstruosos, transfigurado de un “pintor, discípulo de David”, en un miembro del Tribunal Revolucionario que enviará a decenas de personas a la guillotina. En él, France representa al ciudadano común, pero en especial al artista fervorosamente revolucionario, fiel al nuevo aparato de poder estatal, que termina por actuar en contra de la ciudadanía creyendo que así obra en favor de su Patria, como resultado de la vorágine que arrasa a una colectividad que sólo sabe corear consignas, pero no hacer de ellas una realidad. El primer ejemplo de ello nos lo muestra en la propia puerta de la fúnebre iglesia con la que abre su novela y en la que reza como apotegma la “divisa republicana”: “LIBERTAD – IGUALDAD – FRATERNIDAD – O LA MUERTE”.

\u0009Parnasiano, apasionado de la cultura grecolatina y admirador de la obra de Chénier, Chateaubriand, Lisle, Hugo, Verlaine y Mallarmé, France hará de “Los dioses tienen sed” la gran novela de la revolución, en la que no sólo pondrá en relieve a la humanidad desde todos los ángulos posibles, haciendo hincapié en sus luces e iluminando sus sombras, sino que nos ofrecerá también la más diáfana radiografía de la esencia dictatorial jacobina, la misma que en el discurso encontró a su principal instrumento de persuasión y de acción: “Robespierre lo significaba todo [escribirá France]; sutilizaba el bien y el mal en fórmulas claras y sencillas… En la unidad y la indivisibilidad estaba la salvación; en el federalismo la condenación. Gamelin sentía el profundo goce de un creyente que descubre la palabra redentora y la palabra execrable. En lo sucesivo el Tribunal Revolucionario -como el eclesiástico de otros tiempo- juzgaría el crimen absoluto y el crimen verbal”.

Poco a poco, conforme avanza la obra, al protagonista las palabras de los revolucionarios le “revelan” la “verdad” y pronto él mismo juzga, uno tras otro, a los apresados, sin necesidad de mayor conocimiento ni experiencia judicial, lo mismo a mujeres que ancianos, adolescentes que adultos, amos que criados. Para todos tiene un solo veredicto: pena de muerte. Su destino: el patíbulo. En cada hombre ve a un traidor, en cada casa a una conspiración. A Gamelin no lo conmueve ni siquiera la belleza femenina. Para él son aún más dañinas las mujeres que los hombres. “Las odiaba sin confesarse aquellos odios, y al presentársele ocasión de juzgarlas condenaba rencorosamente, seguro de hacerlo con justicia en aras de la tranquilidad pública”, mientras en su fuero interno exclamaba: “¡República” Entre tantos enemigos declarados o secretos ¿cómo te defenderás? ¡Oh, santa guillotina, salva a la Patria…!”.

La novela termina con la caída de Robespierre. Las sombras que desde el principio habían cubierto a la sociedad se conjuran. El sol ilumina a París, pero un grupo de jacobinos teme ahora que el poder pase “a manos de los infames y de los corrompidos”. Gamelin ha sido apresado y es conducido ante los miembros del Tribunal de cuyos miembros un día formó parte. El pueblo que lo increpa es el mismo que días antes insultaba a los aristócratas y a los moderados. Gamelin piensa: “muero porque lo merecí. Es justo que recibamos los ultrajes dirigidos a la República… Fuimos débiles, y la indulgencia nos convirtió en culpables… Hasta Robespierre, puro y santo, pecó por benignidad, por indulgencia… ¡Que mi sangre corra…! ¡Lo merecí! ¡Lo merezco…!”.

Trágica, sin duda, es esta novela, pero también ejemplarmente real, porque cuando leemos a France, confirmamos lo expresado por Norberto Bobbio: en la democracia hay “soledad” y en las democracias representativas, por más que se participe, quien decide puedes no ser tú, no sólo cuando la minoría al poder se extralimita en su injerencia sobre la opinión popular, sino cuando existe un poder “invisible” de muchos tentáculos no controlados (mafia, servicios secretos, corrupción, entre tantos otros). Y cuando en un Estado democrático el poder materializado en las instituciones de representación coexiste con un macro poder invisible, la discrecionalidad y la “razón de Estado” terminan no sólo por imperar sobre las instituciones representativas y los medios de comunicación social, sino por sacrificar a la voluntad popular.

Anatole France dijo un día: pobre democracia, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre. Sin embargo, el mayor de todos es cuando muere ella misma, de suyo humana, y hoy probablemente estamos ya en el comienzo del fin de la democracia.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

La historia de la humanidad es reveladora: el ser humano termina engulléndose a sí mismo. Lo dijo Hobbes, pero también muchos otros, como sucedió a finales del siglo XIX con Anatole France (Anatole François Thibault) en su obra “Les Dieux ont soif” (“Los dioses tienen sed”), al sentenciar que la revolución habría devorado a sus propios hijos.

\u0009Su novela, inspirada en la Revolución Francesa, revivirá los aciagos momentos acaecidos durante la crítica fase del “Terror”. Évariste Gamelin es el joven protagonista: hombre sencillo, honrado, que poco a poco se transforma hasta convertirse en un ser de tintes monstruosos, transfigurado de un “pintor, discípulo de David”, en un miembro del Tribunal Revolucionario que enviará a decenas de personas a la guillotina. En él, France representa al ciudadano común, pero en especial al artista fervorosamente revolucionario, fiel al nuevo aparato de poder estatal, que termina por actuar en contra de la ciudadanía creyendo que así obra en favor de su Patria, como resultado de la vorágine que arrasa a una colectividad que sólo sabe corear consignas, pero no hacer de ellas una realidad. El primer ejemplo de ello nos lo muestra en la propia puerta de la fúnebre iglesia con la que abre su novela y en la que reza como apotegma la “divisa republicana”: “LIBERTAD – IGUALDAD – FRATERNIDAD – O LA MUERTE”.

\u0009Parnasiano, apasionado de la cultura grecolatina y admirador de la obra de Chénier, Chateaubriand, Lisle, Hugo, Verlaine y Mallarmé, France hará de “Los dioses tienen sed” la gran novela de la revolución, en la que no sólo pondrá en relieve a la humanidad desde todos los ángulos posibles, haciendo hincapié en sus luces e iluminando sus sombras, sino que nos ofrecerá también la más diáfana radiografía de la esencia dictatorial jacobina, la misma que en el discurso encontró a su principal instrumento de persuasión y de acción: “Robespierre lo significaba todo [escribirá France]; sutilizaba el bien y el mal en fórmulas claras y sencillas… En la unidad y la indivisibilidad estaba la salvación; en el federalismo la condenación. Gamelin sentía el profundo goce de un creyente que descubre la palabra redentora y la palabra execrable. En lo sucesivo el Tribunal Revolucionario -como el eclesiástico de otros tiempo- juzgaría el crimen absoluto y el crimen verbal”.

Poco a poco, conforme avanza la obra, al protagonista las palabras de los revolucionarios le “revelan” la “verdad” y pronto él mismo juzga, uno tras otro, a los apresados, sin necesidad de mayor conocimiento ni experiencia judicial, lo mismo a mujeres que ancianos, adolescentes que adultos, amos que criados. Para todos tiene un solo veredicto: pena de muerte. Su destino: el patíbulo. En cada hombre ve a un traidor, en cada casa a una conspiración. A Gamelin no lo conmueve ni siquiera la belleza femenina. Para él son aún más dañinas las mujeres que los hombres. “Las odiaba sin confesarse aquellos odios, y al presentársele ocasión de juzgarlas condenaba rencorosamente, seguro de hacerlo con justicia en aras de la tranquilidad pública”, mientras en su fuero interno exclamaba: “¡República” Entre tantos enemigos declarados o secretos ¿cómo te defenderás? ¡Oh, santa guillotina, salva a la Patria…!”.

La novela termina con la caída de Robespierre. Las sombras que desde el principio habían cubierto a la sociedad se conjuran. El sol ilumina a París, pero un grupo de jacobinos teme ahora que el poder pase “a manos de los infames y de los corrompidos”. Gamelin ha sido apresado y es conducido ante los miembros del Tribunal de cuyos miembros un día formó parte. El pueblo que lo increpa es el mismo que días antes insultaba a los aristócratas y a los moderados. Gamelin piensa: “muero porque lo merecí. Es justo que recibamos los ultrajes dirigidos a la República… Fuimos débiles, y la indulgencia nos convirtió en culpables… Hasta Robespierre, puro y santo, pecó por benignidad, por indulgencia… ¡Que mi sangre corra…! ¡Lo merecí! ¡Lo merezco…!”.

Trágica, sin duda, es esta novela, pero también ejemplarmente real, porque cuando leemos a France, confirmamos lo expresado por Norberto Bobbio: en la democracia hay “soledad” y en las democracias representativas, por más que se participe, quien decide puedes no ser tú, no sólo cuando la minoría al poder se extralimita en su injerencia sobre la opinión popular, sino cuando existe un poder “invisible” de muchos tentáculos no controlados (mafia, servicios secretos, corrupción, entre tantos otros). Y cuando en un Estado democrático el poder materializado en las instituciones de representación coexiste con un macro poder invisible, la discrecionalidad y la “razón de Estado” terminan no sólo por imperar sobre las instituciones representativas y los medios de comunicación social, sino por sacrificar a la voluntad popular.

Anatole France dijo un día: pobre democracia, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre. Sin embargo, el mayor de todos es cuando muere ella misma, de suyo humana, y hoy probablemente estamos ya en el comienzo del fin de la democracia.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli