/ sábado 17 de marzo de 2018

Alerta Agropecuaria


La disponibilidad de información y las mejoras en las tecnologías de la comunicación van modificando las relaciones de poder y el papel del ciudadano en la gestión pública, generando las condiciones para una mejor evaluación del cumplimiento del contrato de gestión entre ciudadanía y Estado. Para avanzar en este proceso es necesario que los gobiernos de los tres niveles estén dispuestos a ser controlados y que los ciudadanos estén dispuestos a controlarlos. Una deuda pendiente, un futuro que no debería ser utópico.

Desde la recuperación de la democracia en nuestro país, todos los gobiernos que se han sucedido a lo largo de las más de tres décadas transcurridas han propuesto con mayor o menor grado de explicitación diversos planes de modernización del Estado. Más allá de sus diferencias político-ideológicas, que por momentos produjeron un virtual desmantelamiento del aparato estatal y en otros condujeron a su activa intervención social, la comparación entre las promesas de una gestión pública moderna y la realidad de sus realizaciones concretas deja como saldo una deuda de nuestra democracia en el campo de la Administración del Estado considerable.

En el mismo período, y en el plano teórico, diversos paradigmas intentaron renovar el pensamiento sobre la gestión pública. Así se sucedieron los modelos de la “nueva administración pública”, “nueva gerencia pública”, “reinvención del gobierno”, “buena gobernanza”, “gobierno electrónico”, “enfoque de servicio público” y, como última adición a la lista, “gobierno abierto”. Desde cierto punto de vista, esta constante búsqueda de nuevas fórmulas por parte de los estudiosos de la gestión estatal no expresa sino una evidente insatisfacción en el esfuerzo por cerrar la brecha entre el pensamiento y la acción de la reforma o modernización de la administración pública municipal, estatal y federal.

De todos modos, es evidente que los mayores avances en este campo se produjeron a raíz del extraordinario desarrollo experimentado durante los años recientes por las tecnologías de la información y la comunicación con la participación ciudadana. El gobierno electrónico primero, y el gobierno abierto más recientemente, han abierto enormes posibilidades para que la deuda de la democracia en materia de administración estatal pueda saldarse al menos parcialmente.

No cabe duda de que la electrónica, las redes sociales y el internet ha transformado en muchos sentidos las relaciones entre la ciudadanía y el Estado, sobre todo en la simplificación de los trámites de los usuarios ante la administración. Pero a pesar de que los desarrollos tecnológicos suministran herramientas notables para el registro, transmisión y recuperación de la información, y de que las aplicaciones disponibles posibilitan mejoras importantes en los procesos de planificación, monitoreo y evaluación de la gestión, los déficits que se verifican en la práctica de la gestión pública continúan siendo importantes.

En el presente trabajo propongo reflexionar sobre las causas más profundas que podrían explicar los desafíos pendientes de la gestión pública de los tres órdenes de gobierno. Si bien el análisis toma en cuenta, especialmente, la situación del País, del Estado y en particular de los municipios (Irapuato), considero que la interpretación propuesta tiene un alcance mucho más general. Y como el actual gobierno tiene la intención de poner en marcha una nueva estrategia de modernización estatal centrada en el desarrollo de la obra pública y la filosofía del gobierno abierto, me parece oportuno centrar mis reflexiones en este enfoque.

En su planteamiento teórico, la cuestión o dilema de la relación principal-agente surge cuando una persona o entidad (el “agente”) tiene la capacidad de tomar decisiones en nombre de otra (el “principal”), que afectan positiva o negativamente sus valores, derechos o intereses. El conflicto se origina cuando el agente actúa motivado por una interpretación de su mandato que es guiada por sus propios intereses y no por los del principal. El problema se agrava cuando ambas partes, además de intereses divergentes, manejan información asimétrica, de modo que el principal no puede asegurar si el agente siempre actuó en el mejor interés del principal, especialmente cuando las actividades que son útiles para el principal resultan costosas para el agente y cuando ciertos aspectos de lo que hace el agente son, además de difíciles de observar, costosos para el principal. Cuanto más se desvía el agente de los intereses del principal, mayores son los denominados “costos de agencia”.

Los burócratas, por su parte, son agentes de su principal, los políticos, e indirectamente, de la ciudadanía. Por lo tanto pueden temer que un futuro gobierno les resulte desfavorable o no premie sus desvelos, por lo que buscarán protegerse del riesgo moral del principal evitando toda forma de control político. Por su parte, el gobierno en ejercicio puede temer que, de no ser reelecto, las fuerzas políticas triunfantes utilicen a la burocracia en su propio beneficio, por lo cual tendrá incentivos para aislar a la burocracia del control político, incluso al costo de resignar su propia influencia sobre la misma. De este modo, políticos y burócratas convierten a la burocracia en una maquinaria autónoma y, como tal, imperfecta, en tanto esa autonomía conspira contra el efectivo cumplimiento del rol del Estado al servicio de los intereses de la ciudadanía.


En la práctica, incluso en regímenes democráticos, el principal de la relación parecería ser el gobierno y no el ciudadano, que suele ser considerado como un “administrado”, es decir, un sujeto pasivo de esa relación. Aun con el respaldo que puede darle la letra constitucional, la ciudadanía solo puede gobernar a través de sus representantes y, por lo tanto, a través del sufragio, instrumento de construcción de una supuesta voluntad colectiva. En cambio, son los representantes quienes tienen el poder y el derecho de fijar las reglas e indicar a su principal, los ciudadanos, qué deben hacer, con lo cual se invierte de hecho la relación jerárquica. Parte de la explicación de esta inversión reside en la asimetría de información existente entre gobierno y ciudadanía, como lo plantea el dilema principal-agente; pero también es cierto que otras asimetrías –como el monopolio de la coerción y el manejo diferencial de cuantiosos recursos económicos por parte del Estado– refuerzan esa relación asimétrica. Incluso la ideología, vista como recurso de quienes gobiernan, puede velar el conocimiento objetivo del desempeño estatal y, por lo tanto, cegar y sesgar la voluntad del electorado. Hasta la próxima!!! Estimado lector usted tiene la mejor opinión. Su amigo catarino_mg@hotmail.com


La disponibilidad de información y las mejoras en las tecnologías de la comunicación van modificando las relaciones de poder y el papel del ciudadano en la gestión pública, generando las condiciones para una mejor evaluación del cumplimiento del contrato de gestión entre ciudadanía y Estado. Para avanzar en este proceso es necesario que los gobiernos de los tres niveles estén dispuestos a ser controlados y que los ciudadanos estén dispuestos a controlarlos. Una deuda pendiente, un futuro que no debería ser utópico.

Desde la recuperación de la democracia en nuestro país, todos los gobiernos que se han sucedido a lo largo de las más de tres décadas transcurridas han propuesto con mayor o menor grado de explicitación diversos planes de modernización del Estado. Más allá de sus diferencias político-ideológicas, que por momentos produjeron un virtual desmantelamiento del aparato estatal y en otros condujeron a su activa intervención social, la comparación entre las promesas de una gestión pública moderna y la realidad de sus realizaciones concretas deja como saldo una deuda de nuestra democracia en el campo de la Administración del Estado considerable.

En el mismo período, y en el plano teórico, diversos paradigmas intentaron renovar el pensamiento sobre la gestión pública. Así se sucedieron los modelos de la “nueva administración pública”, “nueva gerencia pública”, “reinvención del gobierno”, “buena gobernanza”, “gobierno electrónico”, “enfoque de servicio público” y, como última adición a la lista, “gobierno abierto”. Desde cierto punto de vista, esta constante búsqueda de nuevas fórmulas por parte de los estudiosos de la gestión estatal no expresa sino una evidente insatisfacción en el esfuerzo por cerrar la brecha entre el pensamiento y la acción de la reforma o modernización de la administración pública municipal, estatal y federal.

De todos modos, es evidente que los mayores avances en este campo se produjeron a raíz del extraordinario desarrollo experimentado durante los años recientes por las tecnologías de la información y la comunicación con la participación ciudadana. El gobierno electrónico primero, y el gobierno abierto más recientemente, han abierto enormes posibilidades para que la deuda de la democracia en materia de administración estatal pueda saldarse al menos parcialmente.

No cabe duda de que la electrónica, las redes sociales y el internet ha transformado en muchos sentidos las relaciones entre la ciudadanía y el Estado, sobre todo en la simplificación de los trámites de los usuarios ante la administración. Pero a pesar de que los desarrollos tecnológicos suministran herramientas notables para el registro, transmisión y recuperación de la información, y de que las aplicaciones disponibles posibilitan mejoras importantes en los procesos de planificación, monitoreo y evaluación de la gestión, los déficits que se verifican en la práctica de la gestión pública continúan siendo importantes.

En el presente trabajo propongo reflexionar sobre las causas más profundas que podrían explicar los desafíos pendientes de la gestión pública de los tres órdenes de gobierno. Si bien el análisis toma en cuenta, especialmente, la situación del País, del Estado y en particular de los municipios (Irapuato), considero que la interpretación propuesta tiene un alcance mucho más general. Y como el actual gobierno tiene la intención de poner en marcha una nueva estrategia de modernización estatal centrada en el desarrollo de la obra pública y la filosofía del gobierno abierto, me parece oportuno centrar mis reflexiones en este enfoque.

En su planteamiento teórico, la cuestión o dilema de la relación principal-agente surge cuando una persona o entidad (el “agente”) tiene la capacidad de tomar decisiones en nombre de otra (el “principal”), que afectan positiva o negativamente sus valores, derechos o intereses. El conflicto se origina cuando el agente actúa motivado por una interpretación de su mandato que es guiada por sus propios intereses y no por los del principal. El problema se agrava cuando ambas partes, además de intereses divergentes, manejan información asimétrica, de modo que el principal no puede asegurar si el agente siempre actuó en el mejor interés del principal, especialmente cuando las actividades que son útiles para el principal resultan costosas para el agente y cuando ciertos aspectos de lo que hace el agente son, además de difíciles de observar, costosos para el principal. Cuanto más se desvía el agente de los intereses del principal, mayores son los denominados “costos de agencia”.

Los burócratas, por su parte, son agentes de su principal, los políticos, e indirectamente, de la ciudadanía. Por lo tanto pueden temer que un futuro gobierno les resulte desfavorable o no premie sus desvelos, por lo que buscarán protegerse del riesgo moral del principal evitando toda forma de control político. Por su parte, el gobierno en ejercicio puede temer que, de no ser reelecto, las fuerzas políticas triunfantes utilicen a la burocracia en su propio beneficio, por lo cual tendrá incentivos para aislar a la burocracia del control político, incluso al costo de resignar su propia influencia sobre la misma. De este modo, políticos y burócratas convierten a la burocracia en una maquinaria autónoma y, como tal, imperfecta, en tanto esa autonomía conspira contra el efectivo cumplimiento del rol del Estado al servicio de los intereses de la ciudadanía.


En la práctica, incluso en regímenes democráticos, el principal de la relación parecería ser el gobierno y no el ciudadano, que suele ser considerado como un “administrado”, es decir, un sujeto pasivo de esa relación. Aun con el respaldo que puede darle la letra constitucional, la ciudadanía solo puede gobernar a través de sus representantes y, por lo tanto, a través del sufragio, instrumento de construcción de una supuesta voluntad colectiva. En cambio, son los representantes quienes tienen el poder y el derecho de fijar las reglas e indicar a su principal, los ciudadanos, qué deben hacer, con lo cual se invierte de hecho la relación jerárquica. Parte de la explicación de esta inversión reside en la asimetría de información existente entre gobierno y ciudadanía, como lo plantea el dilema principal-agente; pero también es cierto que otras asimetrías –como el monopolio de la coerción y el manejo diferencial de cuantiosos recursos económicos por parte del Estado– refuerzan esa relación asimétrica. Incluso la ideología, vista como recurso de quienes gobiernan, puede velar el conocimiento objetivo del desempeño estatal y, por lo tanto, cegar y sesgar la voluntad del electorado. Hasta la próxima!!! Estimado lector usted tiene la mejor opinión. Su amigo catarino_mg@hotmail.com